jueves, 18 de febrero de 2010

ASIGNATURA TRONCAL MAÑANAS): Resumen de la primera clase (17 de febrero de 2010)

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Esta primera sesión, tras la clase de presentación de la semana precedente en la que se expuso el esquema de la asignatura, estuvo dedicado al primer tema del programa: qué es estética.


En concreto, se empezó a tratar uno de los dos sub-apartados de dicho tema: las relaciones entre asignaturas o temas parecidos, tres de los cuales se incluyen en los actuales planes de estudio de la ETSAB: historia, composición y estética, y crítica.


Previamente, se comentó la diferencia entre estética y teoría del arte (el área de conocimiento en la que se engloba la asignatura se llama, en efecto, estética y teoría de las artes, y en el nuevo plan de estudios se incluyen unas asignaturas llamadas Teoría, que se impartirán desde las secciones de Estética y de Composición Arquitectónica, del Departamento de Composición Arquitectónica, que se unirán): La estética inquiere sobre el sentido de la creación natural, mientras que la teoría del arte reflexiona sobre la creación humana.


La primera aproximación (Estética) tiene validez o sentido en culturas antiguas (en Occidente, hasta el siglo XVIII), "primitivas" y tradicionales, para las que la naturaleza es una creación sobrenatural a través de la cual potencias invisibles (divinidades, espíritus, etc.) se dirigen a los humanos, que debe ser descifrada (por magos, adivinos, profetas, etc.). La naturaleza sería un lenguage cifrado.


La segunda, por el contrario, solo se centra en creaciones humanas (artísticas o artesanas) y trata de saber qué ha querido decir el artista o el artesano a través de su obra: cual es el mensaje o significación de la obra de arte, expresado a través de una forma dotada de ciertas cualidades sensibles (belleza, armonía, etc.) que facilitan la comunicación.


El primer tratado de importancia de estética, la Crítica del Juicio, de Emmanuel Kant, publicado a mediados del siglo XVIII, recurre a menudo a ejemplos de la naturaleza (montañas, ríos, etc.) y los ejemplos artísticos que más y mejor comenta son jardines (es decir una obra en la que la naturaleza y la cultura se unen). Sin embargo en el texto de Hegel, mal llamado Estética (consistente en apuntes de las clases que Hegel impartió a principios del siglo XIX, tomados por alumnos suyos), los ejemplos ya pertenecen exclusivamente al mundo del arte y, por tanto, dicha Estética es, en propiedad, una Teoría de las Artes, como todas las "estéticas" que se han redactado desde entonces.


Volviendo a las relaciones, a menudo ambiguas o confusas, entre las distintas aproximaciones a la obra de arte que se efectúan desde Historia, Composición, Estética (y Crítica), lo que se pretende mostrar es que todos los datos que Historia y Composición aportan son imprescindibles para a continuación teorizar adecuadamente, para discernir el significado de la obra de arte, las intenciones del artista.


Historia, Composición, Estética (o, más precisamente, Teoría), y Crítica tienen un mismo tema de estudio: la obra de arte, a la que abordan desde distintos ángulos, buscando obtener datos distintos; plantean distintas preguntas, que se podrían resumir en: ¿cuándo?, ¿cómo? (se ha llevado a cabo una obra de arte, preguntas que la Historia y la Composición lanzan), ¿qué y por qué -qué es la obra de arte, y porqué se crea, preguntas propias de la Estética o Teoría-?, y ¿qué valor tiene la obra, es decir qué interés tiene el mensaje y la forma de expresión planteado y utilizado por el artista, preguntas propias de la Crítica, que "enjuicia" la obra?.


Empezamos a comentar la aportación de la Historia a la Teorización del arte. La historia permite datar con precisión: situar con exactitud una obra dentro de una secuencia o sucesión de piezas, fechando el año o el periodo de su creación.


Estos datos históricos son necesarios para poder interpretar una obra de arte, ya que el artista no ha podido querer decir lo mismo en una época u otra. Las nociones, valores, conceptos, creencias varían en función de las épocas (y las culturas). Por tanto, ubican con precisión una obra en el tiempo ayuda a no cometer errores de interpretación, atribuyendo a un artista una intención o un mensaje que no pudo concebir o plantear.


La "fechación", sin embargo, no es fácil. Empezamos comentando los problemas que plantea la obra del pintor italiano moderno (s. XX) Giorgio de Chirico, ya que, después de un primer período (entre los años 1910 y 1920), llamado metafísico, muy valorado por la crítica, cuando produjo una serie de pinturas que representan espacios urbanos (plazas, calles porticadas, etc.) desolados y a menudo vacíos, bajo una luz de atardecer que acrecienta las sombras y les concede una prestancisa mayor que la de los propios objetos, y que fueron interpretados como agudos comentarios sobre la situación política del momento (la Primera Guerra Mundial) y el creciente desemparo del hombre moderno (en la sociedad y la ciudad modernas), y décadas sucesivas de descrédito (tras el abandono del estilo y los temas que le dieron fama en favor de una pintura neo-barroca considerada retrógrada), retomó, en los años cincuenta, la iconografía que le dio fama y, ya en los años setenta, pintó una serie de cuadros muy parecidos a los que pintara a principios del siglo XX, "retrofechándolos", a fin de que los coleccionistas y los críticos creyeran estar delante de obras desconocidas desu periodo más valorado.


Si bien las obras de los años diez y los años setenta del siglo pasado son visualmente indistinguibles, no pueden significar lo mismo, entre otras razones porque las segundas tienen como referente a las que pintó hacia 1910, mientras que éstas dialogaban con el Simbolismo y el naciente Cubismo (las forzadas perspectivas que de Chirico utilizaba recuerdan la distorsión cubista, y la yuxtaposición de elementos dispares en un mismo espacio entronca con el dadaismo). Por otra parte, si las primeras obras pueden ser leídas como una denuncia de la sociedad y de la guerra, no ocurre lo mismo con las obras de los años setenta -ya que solo pretenden ser confundidas con piezas de los años diez.


El saber cuándo las obras de De Chirico fueron pintadas (el artista, obviamente, nunca aclaró el problema) se revela muy difícil. Tarea, no obstante, esencial, para poder interpretar la obra con propiedad.


Sin embargo, el que el pintor pop norteamericano Andy Warhol revindicara la obra última de Chirico, en los años ochenta y noventa, al considerar que el cinismo de de Chirico, engañando al público y los críticos, ofreciéndoles lo que querían, alimentándolos de las imágenes con las que querían comerciar, era una lúcida denuncia del mercantilismo del arte de los años ochenta (y su transformación en un mercado de imágenes vacías sentido), dotó de un nuevo significado a estas obras últimas.

(Continuará la siguiente clase).

martes, 16 de febrero de 2010

Spike Jonze: Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are) (2009)

http://ver-pelicula.blogspot.com/2009/08/donde-viven-los-monstruos-sub-espanol.html


Dirección electrónica donde se puede ver en su totalidad esta película sobre el mundo tras el espejo, donde, entre otras acciones (tan similares a -y tan trágicas como- las que reinan en este lado del cristal), se puede fundar una ciudad y construir un castillo -que no está necesariamente en el aire- (filmación basada en el célebre cuento escrito e ilustrado por Maurice Sendak en 1963).

Muy útil para apreciar la ficción, espejo del mundo -y revelador de sus secretos y miserias.

ASIGNATURA TRONCAL (MAÑANAS): Estética, historia y composición. Jorge Luis Borges: Pierre Menard, autor del Quijote


Jorge-Luis Borges: "Pierre Menard, autor del Quijote, cuento", El jardín de senderos que se bifurcan, 1941; Ficciones, 1944



A Silvina Ocampo



La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores -si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:

a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre de 1899).

b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, “sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).

c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).

d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).

e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.

f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).

g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).

h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.

i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint­Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).

j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).

k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.

l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).

m) La obra Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.

n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard ­recuerdo­ declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.

o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).

p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)

q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen” ­la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio­ que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.

r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).

s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]

Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.[2]
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis -­el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden­- que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos ­decía­ para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Miguel de Cervantes.
“Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o metafísica -el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales- no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.

El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo ­por -consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje -Cervantes- pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote -todo el Quijote- como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo xxvi -no ensayado nunca por él- reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

Where a malignant and a turbaned Turk...

¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

Ah, bear in mind this garden was enchanted!

o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”

A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el xxxviii de la primera parte, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard -hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell- reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)

Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales -ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir- son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard -extranjero al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.

No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo -cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote -me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.

Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros -Tenues pero no indescifrables- de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...

“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

Nîmes, 1939


[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.


Jorge Luis Borges en este Referencia: http://www.apocatastasis.com/narrativa/pierre-menard-autor-quijote-borges.php#ixzz0fj6lKmul © Apocatastasis: Literatura y Contenidos Seleccionados

ASIGNATURA TRONCAL (MAÑANAS): Historia y Estética

Giorgio de Chirico: El vidente, 1915

Andy Warhol: Según de Chirico, 1982

Andy Warhol: Marylin



Elaine Sturtevant: Warhol




Giorgio de Chirico: Las Musas inquietantes, 1916




Giorgio de Chirico: Las musas inquietantes, ¿1970?




Anónimo (a la manera de Giorgio de Chirico): Las musas inquietantes, ¿2000?



La obra de arte suele ser una imagen sensible portadora de un mensaje o contenido cifrado, que debe ser interpretado correctamente; es decir, de acuerdo con lo que el artista quiso y pudo decir. Del mismo modo que una palabra como "ama" debe ser interpretada en función de la lengua de la que es expresión (en sumerio significa madre; en castellano, sirvienta o guardiana, y la tercera persona del verbo amar, al igual que en catalán; etc.), una imagen debe de ser descifrada de acuerdo al contexto en el que fue producida.

Por tanto, cuantos más datos se obtengan sobre la época, más fácil será de entender lo que la obra de arte significa.


¿Qué ocurre con la obra de, por ejemplo, Elaine Sturtevant, célebre pintora norteamericana "conceptual" cuyo arte consiste en copiar obras de otros artistas? ¿Qué significa? ¿Dice lo mismo que las obras que reproduce?


¿Qué acontece con la obra del pintor italiano Giorgio de Chirico (fallecido a finales de los años setenta del pasado siglo), que, a partir ede los años 60, repitió, imitando la fecha, obras realizadas cincuenta años antes? ¿Y con obras anónimas que reproducen obras de De Chirico que reproducen obras anteriores suyas?
Las "versiones" de la obra de De Chirico, por Warhol, tienen el mismo mensaje que los originales que versionea?
Si las palabras ven como los significados varían en función de las culturas y las épocas, ¿ocurre lo mismo con las obras de arte?


Temas o problemas que debenser abordados para lograr saber qué quiere decir el artista

domingo, 14 de febrero de 2010

ASIGNATURA OPTATIVA: Ritos fundacionales modernos















Selección de imágenes del rito de colocación de la primera piedra, supervivencia de ritos arcáicos, que comentaremos en clase:

ASIGNATURA TRONCAL (MAÑANAS): La finalidad del arte

Máscara teatral griega


John Baldessari

Dos entrevistas recientes, a los artistas Philippe Dauchez (director de teatro, colaborador de Albert Camus) y John Baldessari (cuya obra se expone hoy en una muestra antológica en el MACBA), ofrecen una consideración parecida sobre la finalidad del arte:



"Este arte es una forma de terapia. Puede curar" (María R. Sahuquillo: entrevista a Philippe Dauchez, El País, miércoles 10 de febrero de 2010, contraportada)



"Aún no sé muy bien qué es el arte. Mi única respuesta es que es un tipo de alimento que sacia una necesidad espiritual" (J.M. Martí Font: "John Baldessari. Creador conceptual", El País, miércoles 10 de febrero de 2010, p. 38).


Para Baldessari, el arte colma el espíritu. Dauchez va más lejos: el arte sana (es decir, tiene un efecto sobre el cuerpo y/o la mente). En ambos casos, sin embargo, no queda claro si los efectos del arte se dirigen al artista o al espectador.



Estas opiniones sobre los beneficios que el arte brinda y, por tanto, sobre la función o finalidad del arte -sacia el alma, sana el espíritu y, quizá, el cuerpo- no son nuevos.


Por el contrario, entroncan con lo que Aristóteles afirmaba acerca de los efectos que la tragedia griega brindaba a los espectadores (solo se refería a éstos; no a los autores ni a los interprétes). En la Poética (una colección de notas sobre la esencia y el sentido de los textos teatrales), Aristóteles sostenía que la visión de una obra de teatro trágica -en la que se exponían las miserias de los humanos, sometidos a los caprichos divinos, o a un destino dramático que se quería, más inútilmente, torcer-, provocaba catarsis: es decir, provocaba que los espectadores, identificándose con los personajes, sintieran lo que éstos padecían, y, por tanto, fueran embargados por el temor y la compasión.



Estas dos pasiones eran despertadas o inoculadas por la tragedia. Removían a los espectadores. Éstos sufrían, padecían y se compadecían. Su alma se turbaba, como se turbaba el alma de los personajes sometidos a un destino injusto. De este modo, el espectador se veía afectado; su vida estaba trastocada. Pero levemente; las pasiones que le afectaban eran, contrariamente a las que azotaban a los personajes, leves y pasajeras. Por eso, cuando el espectáculo cesaba, los espectadores se sentían aliviados. Los males que les habían rondado desaparecían cuando la función terminaba. Y salían del teatro liberados, habiendo dejado los problemas, los temores que el teatro había suscitado o despertado, detrás de ellos.



El término catarsis, que Aristóteles empleaba, procedía del vocabulario médico (el padre de Aristóteles era médico, por lo que aquél debía estar familiarizado con los logros de la medicina). Se podría traducir por purgación. El arte, entonces, purgaba el alma (de todo lo que le afectaba). Actuaba como una vacuna: inoculaba una dosis mínima de turbación que provocaba una reacción contraria de purificación.



La noción de catarsis, empleada por la medicina griega, procedía de la magia. El mal se curaba, simpáticamente, por el mal: es decir, cualquier afección debía tratarse con una afección similar. Sintiendo, en un corto periodo de tiempo, y en un lugar dado, un determinado mal, el paciente, tras vivir todos los pasos de la enfermedad, salía de la consulta renovado, limpio de males y enfermedades. La posesión a la que el mago le habíua sometido, le había fortificado física y anímicamente.



Aristóteles solo se refería a los efectos de la tragedia. No escribió acerca de la influencia de otras artes. Sin embargo, su análisis de los efectos del arte trágica teatral se ha aplicado a todas las artes.


Y hoy, creadores plenamente contemporáneos, retoman estas consideraciones, aplicándolas a las artes que crean, sean teatrales o plásticas, extendiendo los beneficios del arte al espectador y, posiblemente, al creador.


Hoy, incluso, algunos teóricos de las artes sostienen que el beneficiario del arte no es tanto el espectador cuanto el artista que se estudia (se "analiza") y se cura a través de la práctica artística, aún cuando las obras que produce puedan también influir positivamente en el alma de los espectadores.



Esta relación entre arte y medicina es muy antigua. Apolo, el dios griego de la arquitectura, la música y la poesía, tuvo un hijo, Asclepios (o Esculapio), que fue considerado como el dios greco-latino de la medicina. El propio Apolo, en Roma, fue convertido en una divinidad sanadora.


Y pensemos que los verbos medir (el arte ordena el mundo, lo proporciona) y medicar tienen la misma raiz. La mesura que el arte aporta es de orden geométrico y moral: nos educa, nos forma, nos fortifica.



Tal sería, entonces, la finalidad (y el logro) del arte de todos los tiempos y en todas las culturas. una mediación entre nosotros y el mundo, entre nosostros y nuestro interior -nuestros temores, entre los que destacael temor insuperable: el miedo a la muerte (nuestra y de los seres queridos).

sábado, 13 de febrero de 2010

ASIGNATURA TRONCAL (MAÑANAS Y TARDES): Actividades complementarias





PROMO de "el viatge de penèlope"
Cargado por lereile. - Videos de arte y animación.



Quan es mostrà en el matí, amb dits de rosa, l'Aurora.
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Las clases de la asignatura de estética, impartidas por Pedro Azara (grupo de mañanas), y Albert Imperial (grupo de tardes), se completan con algunas conferencias de teóricos y de artistas, que aportan un nuevo punto de vista, o reflexionan sobre lo qué es el arte desde su experiencia.


Durante este curso 2009-2010, tendrán lugar las conferencias siguientes


Miércoles, 10 de Marzo de 2010

15.30/18.30 horas

Sala de actos

Ballet de Laura Vilar.
Laura Vilar es una bailarina y coreógrafa contemporánea, que crea a partir de espacios, "interpretando" dichos lugares. En este caso, la Escuela de Arquitectura


Miércoles, 14 de abril de 2010

10/11.30 horas

Aula: C-B6 (Aula de estética, grupo de mañanas)

Conferencia de Marcel Borràs (Teatre Lliure)


Marcel Borràs es un joven actor (teatro y cine), escritor y cineasta, que tiene previsto estrenar en el Teatro Lliure pocos días antes de su conferencia. Hablará de su experiencia con la escena, tanto como actor como autor.


Miércoles, 28 de abril de 2010

8.30/11.30 horas (Aula C-B6)

15.30/18.30 horas (Aula C-B6)

Conferencia de Jéssica Jacques (UAB)


Jéssica Jacques es profesora titular de estética y teoría de las artes en la facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Impartirá dos conferencias distintas, una sobre el retrato y el espejo, y una segunda sobre Picasso.


Obra:


Jessica Jacques: Picasso en Gósol, un verano para la modernidad, 1906, Antonio Machado, 2007

Una última conferencia será anunciada próximamente