domingo, 3 de marzo de 2013

EL CENTRO Y EL CAMINO (HERMES Y HESTIA) (ASIGNATURA OPTATIVA, miércoles, 29 de febrero de 2013)

Los dioses griegos, como en los panteones antiguos politeístas, actuaban siempre dentro de una red de divinidades. Muy a menudo, formaban pareja con dioses antitéticos, con los que no mantenían necesariamente relaciones de parentesco.
Cada divinidad asumía una o varias funciones, se encargaba de una o varias tareas -velaba por éstas o las inspirada- y éstas se completaban o se matizaban, se enriquecían y se complicaban con las que ejercían las divinidades con las que se las relacionaba.

En Grecia, las diosas eran numerosas e importantes: Atenea- diosa de la guerra, pero también de la construcción-, Afrodita -divinidad del deseo y del odio-, Démeter -diosa de los cereales alimenticios y los muertos-, Ártemis -diosa de la naturaleza salvaje y veladora del espacio domesticado-, etc.
Pero, quizá la divinidad femenina más cercana a los seres humanos, era Hestia (en el mundo latino asociada a la diosa Vesta, conocida hoy por haber sido atendida por sacerdotisas vírgenes llamadas vestales). Hestia velaba por el corazón del espacio doméstico, del hogar. Literalmente se hallaba en el centro del hogar, que presidía y guardaba. un altar dedicado a esta divinidad se hallaba siempre cerca del fuego.
Hestia era la divinidad del fuego civilizado, controlado por los hombres. Por eso, su campo de acción no se limitaba al espacio doméstico sino que se extendía al espacio urbano. En el centro de la urbe, en efecto, solíase erigirse un templo dedicado a esta divinidad, en cuyo interior manteníase encendido en permanencia el fuego sagrado de la ciudad. Así, cuando, a partir del siglo VIII aC, los colonos griegos, quizá debido al exceso de población y la falta de recursos alimenticios se vieron obligados a emigrar de la ciudad-madre (la metrópolis) para fundar una colonia en cualquier espacio apto de la costa mediterránea, se llevaban, en una caldera especial, llamas prendidas en el templo de Hestia que, apenas desembarcaban, antes de ordenar y parcelar el terreno y erigir ningún edificio, prendían en un altar levantado con piedras o ramas; en verdad, este somero altar primerizo se convertía en el centro de la ciudad, alrededor del cual, con el tiempo, se configuraría el ágora, y que permitía ordenar con precisión  el plan, a veces cuadrangular, de la ciudad a punto de ser fundada y ocupada.

Hestia, hermana de Zeus, era la única divinidad olímpica que no moraba en lo alto del monte Olimpo, en compañía del resto de los dioses, sino que estaba asentada para siempre entre los hombres.Su permanente asentamiento en el centro de las vidas de los humanos era tal, que no participaba ni siquiera en las procesiones divinas-lo que la habría obligado a ausentarse, siquiera por unas horas, de los espacios que velaba, por lo que los peligros se habrían abatido sobre el espacio habitado humano-, como la que Fidias retrató en el friso del Partenón en Atenas. Su apego a la tierra, y su conexión con los hombres era tan fuerte, que Hestia también se relacionaba con los que fueron: los difuntos. Así, Hestia estaba asentada sobre una cueva o una sima, un paso hacia el infra-mundo. De este modo, la vida y la muerte, el ciclo vital estaba en manos de Hestia. Las moradas y las últimas moradas eran de su incumbencia. Junto a ella, el hombre estaba a salvo para siempre, más allá incluso del tránsito.

Sin embargo, su eterna quietud e inmovilidad no le impedían estar en contacto con el mundo, como estudió, en un artículo célebre -cuyo texto original en francés aparece en este enlace, y cuya lectura atenta se aconseja; existe traducción española en un texto en la biblioteca de la ETSAB; véase también este breve texto -, el antropólogo cultural francés, recientemente fallecido, Jean-Pierre Vernant.

Una divinidad femenina y otra masculina: una adulta y otra casi adolescente; quieta la primera, y en permanente desplazamiento la segunda; vuelta hacia el interior, en un caso, recorriendo en mundo en el otro; siempre dentro de unos estrechos límites bien establecidos, frente a quien no cesaba de cruzar cuantas más y más lejanas, cuanto más infranqueables fronteras, mejor. El dúo Hermes-Hestia velaba o simbolizaba las dos directrices principales del espacio: el centro, sobre el que Hestia estaba "centrada", y Hermes, el dios de los viajeros y los comerciantes, la divinidad que recorría y exploraba todos los lugares, incluso los más recónditos y oscuros, de los que era capaz de salir airosa y con vida, sin perderse; por eso, todos los procesos "herméticos" estaban bajo su dirección. Hestia atesoraba bienes -cuidaba los bienes de la casa-; Hermes comerciaba con ellos, los transportaba de un hogar a otro. Ambas divinidades se necesitaban mútuamente. Sin Hestia, Hermes estaría "descentrado": no sabría dónde ir y, sin duda, se perdería; caminaría sin rumbo fijo, como si hubiera perdido el norte. En cuanto a Hestia, dependía a su vez de Hermes,  para poder intercambiar bienes e ideas, para que la seguridad que el hogar proporcionaba no se convirtiera en una cárcel. El mismo contacto con el más allá, al cuidado de Hestia, solo se podía realizar gracias a la frenética actividad de Hermes, la única divinidad con la potestad de entrar y salir (con vida) del espacio de los muertos.

Quien instalaba un hogar en medio de la selva, quien lograba abrir un claro en la maleza, y levantar así un altar a Hestia, era el guía de los expedicionarios o los colonos, alentados por Hermes. Más adelante ya veremos qué características tenía que poseer esta figura que encabezaba una procesión; pero este personaje que lograba completar un proceso y darle sentido, era el director de todos aquéllos capaces de talar árboles y abrir sendas, gracias a sierras y machetes. Éstos estaban familiarizados con la naturaleza con la que mantenían tratos preferentes. lograban que aquélla se les entregara. Eran los teknites los "técnicos" o expertos en procedimientos que ordenaban el espacio (los carpinteros y conocedores de las leyes estructurales del espacio: hoy los llamaríamos urbanistas, arquitectos e ingenieros). Actuaban bajo los edictos de Hermes y adoraban a Hestia. Le consagraban altares alrededor de los cuales planificaban y erigían espacios habitables: ciudades y hogares.
Un arquitecto es, así, una figura que instara los archai: los fundamentos del espacio, transforman el espacio indómito o salvaje, presa de monstruos, alimañas y enemigos, como narran los mitos, en lugares aptos para la vida. Un arquitecto, en suma es, como explicaba Sócrates, una "parturienta", al igual que un filósofo: una figura que logra dar vida, que logra que la vida prenda, y que las tinieblas, físicas y mentales (la ignorancia, la perdición), se disipen.
De ahí que los dioses supremos, fueran siempre arquitectos.
Obviamente, la frase recíproca no tiene porqué ser.

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