viernes, 1 de abril de 2011

(Asignatura optativa). Resumen de la clase del martes 29 de marzo de 2011. El cielo construido


Que la expresión "la bóveda del cielo" no fuera ninguna metáfora sino una descripción fidedigna de lo que el cielo era, ya lo sabían muchas culturas antiguas: el cielo era una forma o construcción arquitectónica, a menudo obra del forjador de los deslumbrantes palacios de los dioses celestiales, como Hefesto (Vulcano), en la Grecia antigua. Hasta el mismo Yavhé elevó un cielo que era una gran obra de arquitectura.
El cielo, empero, no estaba vacío, sino enladrillado. Mejor día, acogía un buen número de construcciones celestiales. Circular por el empíreo no era fácil. En todo momento, la fachada, con la puerta no siempre abierta, de un palacio imponente y a menudo cegador, se interponía al movimiento ascendente de las almas cuando, a la muerte del ser humano en el que había estado prisioneras, trataban de regresar hacia lo alto, atraídas por la luz que emanada del centro o de la parte más elevada del cielo.

Según los místicos hebreos, cristianos e islámicos, ya desde la antigüedad se sabía de la existencia de dichas construcciones. Éstas no estaban aisladas ni estaban ubicadas de cualquier manera. Por el contrario, existía algo así como un plan de urbanismo; según éste, todas las construcciones celestiales estaban relacionadas. Se disponían según un eje vertical, desde el palacio de muros casi opacos, construidos de adobe, hasta los más relucientes, de cuyo interior emanaba una luz cegadora. Estas contrucciones tenían un tamaño decreciente, de modo que formaban una especia de pirámide escalonada. Los palacios también se podían disponer concéntricamente en un mismo plano. Las obras más exteriores, al igual que las más inferiores antes descritas, también tenían muros de adobe; los muros más próximos al centro, estaban hechos de materiales preciosos, emitían luz, y eran un depósito de luz muy blanca.

Todas esas construcciones no eran fortuitas. Respondían a un plan sobrenatural; cumplían con una función específica: constituían barreras, cada vez más difíciles de sortear, que se interponían en el camino de retorno de las almas al cielo. Éstas, aligeradas del peso del cuerpo, ascendían. Una luz en lo alto las imantaba. Mas, los muros de las sucesivas construcciones ponían a fuerza las luces, la pureza del alma. Sola las más desprendidas (de la materia corporal o terrenal), solo las que no habían quedado marcadas por conductas impropias en la tierra, lograban sobrepasar entrar en los palacios y hallar la salida a fin de proseguir su ascensión. Por el contrario, las que tenían luces menguadas acababan perdiéndose, como si se hubieran adentrado en un laberinto. Al final, solo unas pocas lograban llegar ante la fuente de luz: la misma divinidad que alumbraba a todos los seres y garantizaba la vida eterna.

Estas construcciones celestiales (llamadas hekhalot, en hebreo -término que nombraba inicialmente la celda más recóndita del templo de Jerusalén, donde se guardaban todos los símbolos de la divinidad) se asemejaba, formal y funcionalmente al palacio aéreo que el apóstol Tomás, el patrón de los arquitectos, construyó para el rey de la India Gundosforo. Semejante a la Jerusalén celestial y a cuántas construcciones suspendidas en los aires que los místicos en trance describían, Tomás construyó  un palacio inmaterial -mejor dicho, cuya materia era luz-. Este palacio, que no fue aceptado por el rey porque fue incapaz de contemplarlo con los ojos del alma (el rey gustaba de los placeres mundanos y de los bienes terrenales que le impedían ver todo lo que rehuía el contacto con la materia y las pasiones), cumplía una función: dar cobijo a las alma -o al alma del rey. Un palacio, entonces, donde el espíritu hubiera podido vivir eternamente. Tomás edificó un palacio que garantizaba la vida eterna. Ésta no podía manifestarse en la tierra, en contacto con la materia, sino en la alto, junto a la luz.

Tomás fue condenado a muerte por el rey Gundosforo porque no dio cumplida respuesta al encargo del rey. No construyó "visiblemente" nada; el rey no estaba en lo cierto. Pago caro su error. Su hermano murió. Mas fue el alma de su hermano, en su ascenso por el cielo, quien descubrió el palacio que Tomás había edificado pero que el rey no había querido o podido ver, y que avisó al rey de su error.
Desde entonces, todos los monarcas que aspiraban a ser recordados para siempre soñaban poder encargar un palacio celestial a Tomás.

Si la arquitectura ofrece un techo y un refugio contra las inclemencias y los enemigos, parece lógico que la obra del patrón de los arquitectos se constituya como el arquetipo de toda construcción material: una obra hecha de luz que alumbra para siempre, y evita que las sombras absorban el alma humana y la lleven al olvido.

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