sábado, 30 de abril de 2011
Asignatura troncal. Resumen de la clase del miércoles 27 de abril de 2011. Ciencia y Estética
Pablo Picasso, Retrato de Gertrude Stein, 1906 (Metropolitan Museum of Art, Nueva York)
Andy Warhol: Screen Tests (retratos filmados), 1964-1966
La realización del retrato de la escritora norteamericana Gertrude Stein por Pablo Picasso, en el París de 1906, fue una tortura. La modelo tuvo que posar más de un centenar de veces. Tras meses de trabajo, el cuerpo estaba bien pintado, mas no así el rostro, que Picasso rehacía una y otra vez.No lograba "captar" a su modelo -y, por tanto, no sabía qué ni cómo plasmar lo que buscaba pero no hallaba mediante el encuentro directo, la confrontación, el cara a cara con Gertrude Stein que se mostraba ante él. La imposibilidad de alcanzar una imagen que diera cuenta de la "verdadera" personalidad de la escritora llevó a Picasso a abandonar, irritado, la obra, regresar a Barcelona y refugiarse en el perdido pueblo de Gósol, en los Pirineos, a los que se llegaba en burro tras tres días de caminos estrechos al filo de un precipicio. Allí, Picasso descubrió el arte románico. De vuelta, se precipitó sobre el lienzo. No hizo falta que Gertrude Stein posara de nuevo. En unas pocas horas, el retrato había concluido. La faz estaba perfectamente fijada: reflejaba, según Picasso, lo que Gertrude Stein era -o se iba a ser. Hoy es, sin duda el retrato más célebre del siglo XX. Y a Gertrude Stein es imposible concebirla en ausencia de su "verdadero" retrato.
Picasso buscaba lo que la apariencia de Gertrude Stein encerraba. Quería ir más allá de la máscara -sin dejar de atender a su apariencia. La cara tenía que reflejar o traducir lo que Gertrude Stein era "verdaderamente". Su personalidad, su "verdadero" ser tenía que mostrarse en su cara. Picasso tenía que lograr que Gertrude Stein revelara quien era (qué pensaba, cuales eran sus sentimientos, cómo era en "verdad") y tenía que ser capaz de cazar al vuelo dicha revelación y plasmar plásticamente su descubrimiento. Debía interpretar lo que la cara de la modela significaba -significación que no era palpable de buenas a primeras, pero que solo se podía desvelar de un golpe de vista, cuando Gertrude Stein so olvidara de sí misma y abandonara, por un momento, la pose (tras la que escondía su "verdadero" ser e impedía que éste fuera alcanzado). Picasso tenía que derribar una barrera hasta llegar al fondo, o, mejor dicho, tenía que lograr que el fondo ascendiera hasta la superficie y se dejara vislumbrar a través del rostro, como si éste, como se ha dicho tantas veces, fuera "el espejo del alma". Pues no se trataba de que Picasso no "guardara" o no "mantuviera" las apariencias -algo que dejó cuando inició el cubismo gracias al cual pretendía hacer saltar en mil pedazos el envoltorio de las cosas y las personas para descubrir qué eran: tentativa que acabó en un fracaso: en los cuadros cubistas no se "ve" o se "descubre" nada; todo lo que hubiera tenido que revelarse tenía que haber sido manifestado en la apariencia o superficie; hecha añicos, no quedaba nada-; se trataba que lograra que el rostro de Gertrude Stein manifestara, siquiera por un momento, quien era en "verdad".
Así que Picasso, al igual que cualquier buen retratista, independientemente del género artístico y de la técnica escogidos, buscaba lo que buscan todos los científicos: conocer "de verdad" qué son las cosas. Pero los científicos no confían en sus sentidos. Antes bien, tienen que olvidarse de cualquier impresión sensible; no pueden "mostrarse sensibles" ante lo que estudian; el objeto de estudio no puede emocionarles; dejará que la emoción, en todo caso, estalle una vez el experimento o estudio concluido satisfactoriamente. El científico mantiene la cabeza fría; se mantiene distante; observa, analiza con total objetividad, guardando las distancias, a fin de no implicarse "emocionalmente" y perder "de vista" los objetivos o fines. Lo que estudia no tiene que ser o significar nada para él. Pues entonces, posiblemente, no podría emprender las pruebas o los experimentos, quizá dolorosos o destructivos, necesarios. La apariencia del objeto o tema de estudio tampoco puede ser tenido en cuenta. Nada tiene que interponerse, nada tiene que desviarle del fin perseguido.
Por otra parte, una vez concluido el estudio, que tiene que aportar una solución a cualquier caso planteado -so pena de tener que repetir todo el experimento a fin de dar cabida a cualquier caso singular-, el experimento tiene que poder ser repetido indefinidamente dando lugar a unos resultados idénticos. El experimento o estudio tiene que ser verificable por cualquiera.
Un método de estudio muy distinto al que práctica el intérprete (artista o espectador). Pues la verdad, que persigue al igual que el científico, quizá solo se alcance una vez; algo, imperceptible, fugar y transitorio, de pronto nos dice lo que !hay" delante nuestro, lo que es o significa, el "verdadero" sentido de las cosas (artísticas o naturales). La sonrisa de la Mona Lisa que Leonardo captó y plasmó, sonrisa que para muchos descubre las profundidades, o las turbulencias del alma de la modelo, sobre la que tanto se ha descrito -se ha llegado a decir que la sonrisa de la Gioconda denotada que ésta estaba en posesión de la verdad del mundo, sabía todos los secretos del mundo y del hombres-, posiblemente solo afloró por un instante, que Leonardo logró obtener e interpretar tras meses de pose, como en el caso del retrato de Gertrude Stein.
Ya sabemos cómo se interpreta, cómo se descifra el mundo y el arte: a través de un contacto directo con él. Las emociones "verdadera" solo se alcanzan cuando intimamos con algo o alguien. Y es de este encuentro íntimo e insustituible cómo podemos saber cómo son las personas y las cosas que apreciamos -que nos interesas, atraen, turban o despiertan sensaciones placenteras o desagradables. A fin que algo a alguien nos "diga" algo, es imprescindible que "sintonicemos" con él; que lo percibamos. Por mucho que reflexionemos, o que soñemos, nada reemplaza la experiencia directa; y un primer golpe de vista, una primera impresión puede decir" mucho sobre algo o alguien; puede incluso "decirlo" todo; podemos saber qué o cómo es; qué significa, qué sentido tiene, y si "tiene sentido" que sigamos intimando; las emociones o impresiones sensibles son portadoras de conocimiento; nos ponen en alerta sobre lo que "verdaderamente" acontece ante nosotros.
Pero, entonces, siendo así que sabemos que solo podemos conocer "en profundidad" a través de las impresiones sensibles -un método opuesto al de la ciencia, que evita "sensiblerías", "emocionarse"-, cabe preguntarse qué se persigue; es decir que aporta o busca el conocimiento sensible, es decir la estética; cuando interpretamos una obra, una persona o una cosa, qué esperamos; qué queremos; qué buscamos encontrar.
una y otra vez, la palabra "verdad" ha aparecido. Picasso buscaba la "verdad" de Gertrude Stein. ¿Qué es la verdad? ¿Qué "significa" la verdad?
martes, 26 de abril de 2011
lunes, 18 de abril de 2011
Asignatura troncal. Resumen de la clase del 12 de abril de 2011.
El conocimiento del arte pasa por su reconocimiento. La interpretación de una obra de arte requiere solo un contacto sensible, una confrontación con ella. No se puede juzgar ningún espectáculo, ninguna obra, sin haberla visto (o sentido) antes. De "oídas" no se puede valorar. El desciframiento del "misterio" que la obra encierra exige que nos "enfrentamos" a ella: nos pongamos ante ella y "veamos" qué dice u ofrece.
Todo conocimiento acerca de las "circunstancias" de la obra (autor, época, técnica, materiales, entorno cultural, etc.) ayudan -o son indispensables- para una correcta "valoración", para hallar el significo adecuado, o para otorgarle una significación que case" bien con la forma u apariencia de la obra. La obra dice: para escuchar, captar lo que nos comunica, tenemos que estar "a la escucha", receptivos, con todos los sentidos en alerta. En el caso de obras "performativas" que mueven imágenes, textos, música, etc. (un ballet, una obra de teatro, un concierto, una "performance"), cualquier dato sensible ayuda a "entender" mejor que es lo que la obra dice o puede decir.
Los sentidos son los órganos del conocimiento sensible o estética. Para teorizar hace falta sentir. El sentido se alcanza sintiendo. La sensibilidad -la capacidad sensible- lleva al significado de la obra. La imagen sensible (textual, musical, plástica, olfativa, táctil) que nos llega o que alcanzamos nos da las pistas para descifrar la obra de arte.
¿Los sentidos, medios de conocimiento cierto? Hasta finales del siglo XVIII, esta afirmación era un sin-sentido. Solo la razón era capaz de descifrar los secretos de la creación (natural o artística). Los sentidos solo llevaban a engaño. Esta creencia, defendida en los textos de Platón, y del cristianismo, entre otros, implicaba la desvalorización del conocimiento a través de los sentidos. Mas, ¿cómo proceder de otra manera? Una obra de arte se ofrece a los sentidos: es un espectáculo que se manifiesta ante nuestros ojos (y nuestros sentidos, en general). Por tanto, su significación solo puede ser alcanzada tras haber tenido un contacto sensible con ella; o, mejor dicho, mientras mantengo este contacto. Una obra -una película, un concierto, una pintura, etc--, mientras es percibida, disfrutada, "da qué pensar". Y lo que da a pensar, lo que invita a pensar es el significado de la obra que la imagen, su apariencia o forma, su plasmación sensible expone. Una obra comunica cuando se expone (a los sentidos de los espectadores, de sus "intérpretes").
Los ejemplos de errores supuestamente cometidos por los sentidos son innumerables. Los sentidos, se dice, engañan. No son de fiar. Llueve, sin duda; lo oigo perfectamente; miro por la ventana, y hace sol.
Sin embargo, el novelista francés Marcel Proust, a principios del siglo XX, sostenía, en su obra A la búsqueda del tiempo perdido, que los sentidos son órganos perfectamente capaces de captar o registrar todo lo que se manifiesta a nuestro alrededor; somos nosotros quienes somos incapaces de darnos cuenta de la riqueza y complejidad del mundo que los sentidos captan. No podemos percibirlo todo, aunque lo sintamos todo. La razón, que convierte una sensación pasiva en una percepción activa, solo se fija en cambios significativos en los registros sensoriales, ya que dichos cambios nos ponen en alerta y nos permiten movernos, orientarnos y actuar sin demasiados problemas. Unos pocos datos son suficientes para movernos por el mundo. Mas los datos que nos llegan son casi infinitivos. No podemos, empero, fijarnos en todos. Perderíamos mucho tiempo. Acabaríamos quietos, atentos a todo lo que les llega a los sentidos, o a todo lo que éstos captan. Ser´ñiamos incapaces de actuar, excesivamente fascinados, es decir, inmovilizados ante el "espectáculo del mundo". Por tanto, la razón opera solo con algunos datos sensibles. Es, por tanto, nuestra razón, y no los sentidos, la que nos lleva a equivocarnos sobre cuanto nos rodea. Quienes, sin embargo, son capaces de estar atentos al mundo son quienes han hecho de la observación un modo de vida. Quienes tienen "vista", "oído"; quienes son particularmente sensibles: los artistas o creadores, capaces no solo de sentir más y mejor que los demás, sino capaces de "interpretar" sus sensaciones, es decir, de traducirlas en una forma sensible. Lo que captan, los misterios que desvelan, los conocimientos que alcanzan son traducidos en una forma dispuesta para ser percibida y descifrada por nosotros.
La relación entre la razón y los sentidos, la cooperación entre éstos, que Proust plantea, no es nueva. Ya el filósofo Emmanuel Kant (s. XVIII) defendía el "libre juego" entre la razón y lo que llamaba la imaginación (considerada como el "lugar" donde se almacenan las sensaciones o imágenes obtenidas por los sentidos) de todo intérprete de la obra de arte (o de la naturaleza). De nuevo, la palabra "juego" es central. El arte es un juego, y la obra de arte es similar o idéntica a una práctica "lúdica" -entre una actuación (concierto, teatro, "performance", etc.) y un juego (deporte, mascarada, carnaval, etc.) no existe diferencia: se trata de actuar libremente, sin perseguir ningún fin concreto, si bien los resultados no son inútiles: los logros o beneficios del arte y del juego son considerables, desde la obtención de buenas sensaciones, la resolución de conflictos, hasta el descubrimientos de aspectos inéditos o desconocidos de personas, sociedades, comunidades; en el arte y en el juego, todo entra en juega; se juega, a veces, la suerte o el porvenir de un grupo; se echa a suertes el destino). Para Kant, la interpretación requiere también un juego. Éste pone en juego a la razón y a los sentidos. Actúan libremente; no se condicionan; la razón ni los sentidos mandan ni se imponen; colaboran juntos en el descubrimiento
Los sentidos (siempre en colaboración con la razón, guiados mas no condicionados, alentados quizá por ella), entonces, son un "buen" medio para interpretar el arte; son el único, además. Pero, ¿qué persiguen? ¿Qué buscamos cuando teorizamos? ¿qué esperamos de la obra de arte? ¿qué nos dice o nos aporta?
Todo conocimiento acerca de las "circunstancias" de la obra (autor, época, técnica, materiales, entorno cultural, etc.) ayudan -o son indispensables- para una correcta "valoración", para hallar el significo adecuado, o para otorgarle una significación que case" bien con la forma u apariencia de la obra. La obra dice: para escuchar, captar lo que nos comunica, tenemos que estar "a la escucha", receptivos, con todos los sentidos en alerta. En el caso de obras "performativas" que mueven imágenes, textos, música, etc. (un ballet, una obra de teatro, un concierto, una "performance"), cualquier dato sensible ayuda a "entender" mejor que es lo que la obra dice o puede decir.
Los sentidos son los órganos del conocimiento sensible o estética. Para teorizar hace falta sentir. El sentido se alcanza sintiendo. La sensibilidad -la capacidad sensible- lleva al significado de la obra. La imagen sensible (textual, musical, plástica, olfativa, táctil) que nos llega o que alcanzamos nos da las pistas para descifrar la obra de arte.
¿Los sentidos, medios de conocimiento cierto? Hasta finales del siglo XVIII, esta afirmación era un sin-sentido. Solo la razón era capaz de descifrar los secretos de la creación (natural o artística). Los sentidos solo llevaban a engaño. Esta creencia, defendida en los textos de Platón, y del cristianismo, entre otros, implicaba la desvalorización del conocimiento a través de los sentidos. Mas, ¿cómo proceder de otra manera? Una obra de arte se ofrece a los sentidos: es un espectáculo que se manifiesta ante nuestros ojos (y nuestros sentidos, en general). Por tanto, su significación solo puede ser alcanzada tras haber tenido un contacto sensible con ella; o, mejor dicho, mientras mantengo este contacto. Una obra -una película, un concierto, una pintura, etc--, mientras es percibida, disfrutada, "da qué pensar". Y lo que da a pensar, lo que invita a pensar es el significado de la obra que la imagen, su apariencia o forma, su plasmación sensible expone. Una obra comunica cuando se expone (a los sentidos de los espectadores, de sus "intérpretes").
Los ejemplos de errores supuestamente cometidos por los sentidos son innumerables. Los sentidos, se dice, engañan. No son de fiar. Llueve, sin duda; lo oigo perfectamente; miro por la ventana, y hace sol.
Sin embargo, el novelista francés Marcel Proust, a principios del siglo XX, sostenía, en su obra A la búsqueda del tiempo perdido, que los sentidos son órganos perfectamente capaces de captar o registrar todo lo que se manifiesta a nuestro alrededor; somos nosotros quienes somos incapaces de darnos cuenta de la riqueza y complejidad del mundo que los sentidos captan. No podemos percibirlo todo, aunque lo sintamos todo. La razón, que convierte una sensación pasiva en una percepción activa, solo se fija en cambios significativos en los registros sensoriales, ya que dichos cambios nos ponen en alerta y nos permiten movernos, orientarnos y actuar sin demasiados problemas. Unos pocos datos son suficientes para movernos por el mundo. Mas los datos que nos llegan son casi infinitivos. No podemos, empero, fijarnos en todos. Perderíamos mucho tiempo. Acabaríamos quietos, atentos a todo lo que les llega a los sentidos, o a todo lo que éstos captan. Ser´ñiamos incapaces de actuar, excesivamente fascinados, es decir, inmovilizados ante el "espectáculo del mundo". Por tanto, la razón opera solo con algunos datos sensibles. Es, por tanto, nuestra razón, y no los sentidos, la que nos lleva a equivocarnos sobre cuanto nos rodea. Quienes, sin embargo, son capaces de estar atentos al mundo son quienes han hecho de la observación un modo de vida. Quienes tienen "vista", "oído"; quienes son particularmente sensibles: los artistas o creadores, capaces no solo de sentir más y mejor que los demás, sino capaces de "interpretar" sus sensaciones, es decir, de traducirlas en una forma sensible. Lo que captan, los misterios que desvelan, los conocimientos que alcanzan son traducidos en una forma dispuesta para ser percibida y descifrada por nosotros.
La relación entre la razón y los sentidos, la cooperación entre éstos, que Proust plantea, no es nueva. Ya el filósofo Emmanuel Kant (s. XVIII) defendía el "libre juego" entre la razón y lo que llamaba la imaginación (considerada como el "lugar" donde se almacenan las sensaciones o imágenes obtenidas por los sentidos) de todo intérprete de la obra de arte (o de la naturaleza). De nuevo, la palabra "juego" es central. El arte es un juego, y la obra de arte es similar o idéntica a una práctica "lúdica" -entre una actuación (concierto, teatro, "performance", etc.) y un juego (deporte, mascarada, carnaval, etc.) no existe diferencia: se trata de actuar libremente, sin perseguir ningún fin concreto, si bien los resultados no son inútiles: los logros o beneficios del arte y del juego son considerables, desde la obtención de buenas sensaciones, la resolución de conflictos, hasta el descubrimientos de aspectos inéditos o desconocidos de personas, sociedades, comunidades; en el arte y en el juego, todo entra en juega; se juega, a veces, la suerte o el porvenir de un grupo; se echa a suertes el destino). Para Kant, la interpretación requiere también un juego. Éste pone en juego a la razón y a los sentidos. Actúan libremente; no se condicionan; la razón ni los sentidos mandan ni se imponen; colaboran juntos en el descubrimiento
Los sentidos (siempre en colaboración con la razón, guiados mas no condicionados, alentados quizá por ella), entonces, son un "buen" medio para interpretar el arte; son el único, además. Pero, ¿qué persiguen? ¿Qué buscamos cuando teorizamos? ¿qué esperamos de la obra de arte? ¿qué nos dice o nos aporta?
Asignatura optativa. Resumen de la clase del 12 de abril de 2011: Tah-Bes, Ptah-Sokar
Dos imágenes de Bes
Amuleto con la efigie de Ptah-Sokar (vistas de frente y de perfil)
Los dioses y héroes civilizadores y constructores presentan un perfil común peculiar, al igual que las divinidades creadoras u ordenadoras del mundo: eran figuras que abrían nuevos ámbitos o espacios.
Su singularidad no residía solo en sus poderes, sino que se traslucía en su apariencia; poseían unos rasgos que los distinguían de los demás dioses, y los identificaban.
Cuando Herodoto visitó el templo de Ptah en Memfis, tal como cuenta en sus Historias, descubrió una estatua de culto sorprendente que asoció al dios griego Hefesto (Herodoto escribía para griegos que nada sabían de otras culturas, por lo que trataba de hallar divinidades griegas, conocidas de sus lectores, equiparables a las deidades egipcias o mesopotámicas cuyos templos recorría, desconocidas para la mayoría de los griegos). Esta referencia evoca la imagen de un dios singular.
En el panteón griego, Hefesto destacaba sobremanera. Era el dios de la forja, a quien el resto de las divinidades confiaban la ejecución de sus armas y de sus relucientes palacios celestiales -hechos de metales preciosos-. Ésta no era la razón por la que se desmarcaba del resto de los dioses olímpicos; su físico peculiar era lo que le apartaba de las divinidades venustas y apolíneas. Pues, en efecto, Hefesto era cojo: su madre Hera, que lo concibió sin Zeus para vengarse de las reiteradas infidelidades de éste, se arrepintió de su decisión, y dejó caer al recién nacido; algunos autores explican incluso que Hera, avergonzada, echó al recién nacido desde lo alto del Olimpo; Hefesto vino a caer -rompiéndose una pierna- al mar, donde los dioses tradicionales de la forja que viven en lo hondo de las cavernas -tan hondas y húmedas que lindan con la mar-, lo recogieron, lo cuidaron y le transmitieron sus saberes. La figura de Hefesto era un tanto risible. Como los griegos gustaban de aunar contrarios, pensaron que Afrodita, la hermosa diosa del deseo, se esposó con la divinidad más alejada de su canon de belleza: el maltrecho Hefesto (cojo y giboso); pero Afrodita no se cansaba de serle infiel, por ejemplo, con otra divinidad opuesta al carácter seductor de Afrodita: el violento Ares (dios de la guerra), colérico aunque de porte recto.
Si Herodoto asoció Ptah a Hefesto, debía de ser porque la imagen de culto ante la que se detuvo no presentaba los hermosos rasgos antropomórficos de Ptah. ¿La estatua de qué dios vio Herodoto, entonces?
Ptah se asociaba con Bes; los egipcios rendían culto a Ptah-Bes, es decir a Ptah en tanto que dios dotado de los poderes de Bes. ¿Quiénes eran estas deidades?
Bes era una divinidad arcaica y muy popular, sobre todo en el Imperio Nuevo (a partir de 1600 aC); su culto se extendió por todo el Mediterráneo; llegó a tener una isla enteramente dedicada a ella: Ibiza. Amuletos en forma de Bes eran muy comunes hasta época romana (el nombre de Bes provendría del verbo besa, proteger). Figura próxima a los humanos, velaba por los recién nacidos, con cuyas figuras mantenía una estrecha relación. ¿Por qué?
Al contrario que el común de las divinidades, Bes miraba a los seres humanos con los que buscaba establecer contacto: se representaba, no de perfil -lo que indica desdén para con el espacio de los humanos-, sino de frente, con los ojos bien abiertos. Bes buscaba el cruce de miradas, la complicidad humana.
Pero no era un dios gracioso: su faz era leonina; en ocasiones, como Herakles o Hércules, vestía con la piel de un león (lo que acentuaba su capacidad de asustar a los malos espíritus; quienes se ponían bajo su protección estaban a salvo, sin duda). Los hombros eran excepcionalmente anchos, los brazos propios de un leñador, mientras que las piernas eran delgadas, débiles o curvadas, como si no pudieran soportar el peso de su hercúleo torso. ¿?A qué responde este físico tan distinto del de los dioses egipcios antropomórficos siempre listos como un pincel?
Bes era el dios de la forja. En la antigüedad, los herreros eran también mineros; tenían que obtener el mineral que trabajaban. Los metales no eran inertes sino que crecían, como la sangre. Circulaban, se desplazaban por las venas de la diosa-madre tierra. Los mineros tenían que lograr que la tierra los dejara recorrer sus entrañas y extraer su vitalidad. Como los mineros eran pigmeos, podían desplazarse por las angostas arterias de la tierra. Su aspecto infantil también los convertía en hijos de la tierra.
Una vez obtenida la materia prima, los mineros tenían que trabajarla. El medio era el fuego. Éste tenía que tener una intensidad elevada y constante. No podía, por tanto, establecerse en medio de un pueblo. Éste hubiera estado siempre en peligro.
Siendo así que la forja era necesaria pero tenía que estar apartada, se instalaba en los límites del pueblo, entre el espacio ordenado alrededor de las casas y el espacio entregado a la selva y a los monstruos o las alimañas. Este estar situado en los márgenes contribuía a convertir al herrero/minero en un ser marginal. El que la forja tuviera que estar completamente cerrada, son oberturas por las que el fuego se pudiera escapar, y que actuaba como caja de resonancia del bramido del intenso fuego, contribuía a dotar de un aspecto inquietante a este espacio. Nadie sabia a fe cierta qué ocurría en el interior. No existían ventanas a las que asomarse. Por otra parte, los secretos del arte de la forja se transmitían de padres a hijos o de maestros a aprendices, sin que estuvieran, por su peligrosidad, al alcance de cualquiera.
La suerte del herrero estaba sellada. No podía salir de la forja: tenía que cuidar del fuego siempre. Sus desplazamientos eran muy limitados. El espacio de la forja, estrecho. En medio del taller un fuego dantesco, que se tenía que avivar activando un pesado soplete con un brazo, mientras con el otro sostenía las gruesas pinzas con las que cogía el metal, lo fundía, lo trabajada y lo templaba. Los brazos tenían que estar bien desarrollados y fuertes para poder con el peso y la resistencia de los útiles que manejaba. Por otra parte, tenía que cuidarse de no quemarse. Los brazos tenían que estar siempre abiertos alrededor del fuego.
La imagen del herrero era peculiar: la parte superior del cuerpo estaba hipertrofiada; la inferior, por el contrario, debido a la falta de movimiento, falto de musculatura, por lo que las piernas, bajo el peso del tronco, se arqueaban. La cara, roja por el fuego y negra de humo; los brazos, siempre abiertos y curvados.
El animal a quien más se parecían los herreros era el cangrejo: sus patas delanteras eran pinzas descomunales; las posteriores apenas eran capaces de propulsar el cuerpo; cuando el animal trataba de andar hacia adelante y en línea recta, el peso de las pinzas y la impotencia del resto de los miembros le llevaban a andar hacia atrás, con andares zizgzagueantes y dando vueltas, como las personas y los animales que, cobardes y traidores, van dando rodeos, o retroceden. En griego, cangrejo se decía karkinos, término emparentado con kirkinos, que significa tanto pinza curva cuanto compás: el útil con el que el arquitecto y el geómetra trazas figuras curvas -como la planta de una forja, por ejemplo.
El aspecto de pigmeo, de niño pequeño y de deficiente físico del herrero, que lo convertía en el blanco de todas las miradas, resultaba de su trabajo, al mismo tiempo que lo facultaba de estas labores que se practicaban a escondidas y a oscuras, tales como extraer el mineral de las vetas de la tierra, y trabajar, de espaldas al pueblo, en una forja cerrada a cal y canto.
Los herreros y los mineros eran vistos como unos magos. Figuras temibles pero necesarias. De su trabajo dependía, gracias a las armas y los útiles que forjaban, la supervivencia de una comunidad.
Forjaban no solo instrumentos, sino mundos. Forjar significa trabajar los metales; también crear. Un forjador da a luz a nuevos mundos. Los grandes forjadores abren nuevas perspectivas, cambian o renuevan el mundo.
El que la cara oculta de Ttah fuera de la Bes era lógico. En tanto que divinidad creadora del mundo y de los dioses, divinidad primordial, también era vista como una figura forjadora. Su equiparación con Bes no era gratuita, sino que acentuaba su carácter omnipotente. Forjaba o creaba, edificaba el mundo habitable. De su trabajo dependía que los mortales tuvieran un lugar en la tierra (Ptah era también equiparado con el patrón de los herreros, el dios Sokar, que vivía en lo hondo de una cueva, por lo que también se le asociaba con Osiris, el dios de los muertos. Los amuletos de Ptah-Socar también refieren la imagen de un enano).
jueves, 14 de abril de 2011
Asignatura optativa. Resumen de la clase del 5 de abril. Ptah, y los dioses constructores
Todas las artes y técnicas (en la antigüedad no se distinguían: todas las artes eran trabajos artesanos o t´recnicos volcados a producir útiles; la diferencia se establecía entre artes inspiradas -poesía, música, danza, ligadas al culto-, y artes lúcidas -artes en las que el artista o artesano aplica lúcidamente unos procedimientos sabidos para producir unos objetos lo más perfectos posibles que responden bien a unos modelos o prototipos conocidos-) tenían sus divinidades; se las consideraba las inventores de las "manualidades", la capacidad de practicarlas a la perfección, y la generosidad de compartir sus conocimientos con los mortales, educándolos e incluso trabajando con ellos (al menos con algunos elegidos: héroes, muchos dotados para la magia.-
Las divinidades ligadas exclusivamente a un trabajo -como el dios mesopotámico de la fabricación del ladrillo- eran consideradas divinidades menores; eran, en verdad, técnicas divinizadas; no tenían casi vida o personalidad propia.
Por el contrario, las divinidades dotadas de múltiples saberes, cuyo campo de acción era muy amplio (englobando el orbe entero), y cuyas artes, buenas o males, se aplicaban a la producción de objetos diversos (pero relacionados entre sí, por secretas o formales afinidades, como la construcción, la carpintería, la joyería y el tejido: artes aplicadas a materiales diversos pero que requieren gestos parecidos de trenzado de elementos longitudinales entrecruzados como pilares y vigas, hilos y urdimbres, hilos de oro, etc.) eran dioses principales.
Estas divinidades no limitaban su capacidad creativa a la producción de imágenes y objetos. Seguramente, su arte era una vertiente o un reflejo de un don mayor: la capacidad de crear o de ordenar (de completar y animar) el cosmos. Los dioses de las artes mayores eran dioses mayores: dioses creadores. Antes que inventar técnicas, inventaron el mundo; y, a menudo, modelaron a ,los seres humanos, a quienes, posteriormente, transmitieron unos saberes para que pudieran "hacerse" con la tierra, domesticarla: habilitarla (domesticar significa eliminar el lado indómito, salvaje; deriva del griego domos -o del latín domus-: casa)
En Egipto, Ptah era la principal divinidad de los constructores; ella misma era una constructura: edificó, por ejemplo, la ciudad de Memfis de donde era originaria, y dónde se localizaba su templo principal. Uno de los epítetos de Ptah, era "el que se halla al sur de la muralla blanca", ya que el muro defensivo de Menfis fue construido con piedra calcárea alba (Menfis ya no existe, pero sí permanece su doble: el recinto funerario de Saqqara, planeado y construido a imitación de la ciudad de los vivos, y construido con los mismos bloques de piedra clara que vibran al sol).
No existía un único panteón, ni un único mito cosmogónico y teogónico (que narre y explique los nacimientos del mundo y de los dioses). Antes bien, cada ciudad o cada santuario poseía sus propias divinidades, agrupadas en familias, y sus propias visiones acerca de los tiempos originarios. Sin embargo, algunas ciudades creían en algunas mismas divinidades. En Memfis, Heliópolis, y Hermópolis, Ptah era considerado una divinidad principal.
Para los sacerdotes de Menfis, Ptah fue el dios padre: ideó el universo en su corazón, y mandó, con la palabra, que emergiera o se formara. Luego, Ptah se masturbó y llenó el cauce del Nilo de agua cargada de vida, y animó a su obra. Finalmente, de él emanaron nueve dioses mayores: cada uno de los cuales, a modo de hipóstasis, asumía unas funciones o dones de Ptah. Fue entonces cuando, como cuenta la llamada Teología Menfita (un texto, conservado en dos ejemplares -en piedra y en papiro-, del siglo VIII aC, pero ideado posiblemente dos mil años antes), "fueron creados todas las técnicas y todas las artes (...); luego que hubo dado a luz a todos los dioses , construyó las ciudades, preparó las ofrendas, habilitó los santuarios, formó los cuerpos de las divinidades (sus estatuas de culto)".
La creación, según los teólogos de Heliópolis, no sucedió de manera tan breve. En los orígenes se hallaba Atum (el sol declinante; en todos los mitos, la vida y la luz brotan de la muerte y la oscuridad) se masturbó, o escupió; Shu (la atmósfera) y Tefnut (la humedad) fueron arrojados al mundo: tuvieron descendencia; sus hijos se llamaron Geb (la tierra) y Nut (el cielo); finalmente, a su vez, el cielo y la tierra dieron a luz a cuatro divinidades principales, entre las que destacan Isis, Osiris y Horus. En esta versión, se diría que Ptah no aparece si no fuera porque Shu, que se extendía entre el cielo y la tierra y, por tanto, alzaba la bóveda celeste y la mantenía erguida, se comportaba como Ptah: éste también sostenía el cielo gracias a su porte erguido, semejante a un atlante.
La cosmogonía hermopolitana es quizá la más evocadora. El agua, el aire y el fuego juegan un papel principal. No se sabía bien de donde provenían estas sustancias divinas originarias. Pero la vida surgió de su unión. Así, las aguas primordiales, llamadas Nun, cubrían todo el orbe; los inicios eran acuosos. No se sabe si agitadas por un impulso interior, o si por la acción de una fuerza externa, de las aguas surgieron cuatro parejas divinas: Nun, las aguas propiamente dichas, Heh -La inmensidad o el espacio infinito-, Kek -las tinieblas-, y Amon -el dios oculto- sustituido a veces por Niaou -el vacío- Esas cuatro divinidades tenían por esposas a las versiones femeninas de dichas potencias (o conceptos). Unidas (en las aguas), o proyectadas por el soplo de Ptah, aquellas ocho potencias engendraron a una gran flor de loto que se posó -o fue plantada o trasplantada- en el Ta-TenenRe, hizo que la flor de loto se abriera y descubriera un huevo, en cuyo interior se recogía el niño de los inicios.
Aquí también Ptah jugaba un papel principal. Según unos, Path era las aguas primordiales (llamado Ptah-Nun, lo que significa, al igual que en todos los dioses compuestos egipcios, que la segunda divinidad -Nun, en este caso- está contenida en la primera -Ptah- como si fuera un fuerza o virtud suya) de las que salieron a flote las divinidades que instituyeron el espacio; según otros teólogos, la tierra o isla inicial era Ptah, conocido como Ptah-Ta-Tenem, Ptah en cuyo seno la tierra se formó. En cualquier caso, Ptah era el suelo, la "base" dónde la vida se enraizaría, o la verticalidad del espacio primero.
Todas esas acciones se simbolizaban bien en o por el porte de Ptah. Ptah era una de las pocas divinidades antropomórficas del o de los panteones del Egipto faraónico. Se representada en forma humana, de pie y de perfil. Se apoyaba sobre una base de poca altura, con uno de los laterales inclinados, semejante a la parte superior de un martillo. Esta base evocaba la isla de los inicios (el Ta-tenen) emergiendo de las aguas. Al mismo tiempo, su dibujo era el del signo jeroglífico que designaba a la justicia humana y cósmica: maat.Era justo que la tierra donde prendería la vida emergiera y se separara de las aguas. Ptah se mostraba dentro de un templo o una capilla, sosteniendo un largo bastón de mando, compuesto por dos elementos: el pilar djed (un pilar cósmico, que sustentaba el universo, y evocaba o apelaba la vida que brotaba de la tierra y se alzaba) y el akh, o signo en cruz de la vida en la parte superior.
La figura de Ptah se asociaba a diversos elementos arquitectónicos: una base, un templete, un pilar. Su mismo cuerpo era recto como una columna. El perfil recto se asociaba a la rectitud de sus acciones: Ptah se apoyaba sobra la justicia, la cual se simbolizaba mediante la buena tierra, cuyo perfil las fachadas de los templos (los llamados pilones), en los que moraban los dioses cuando descendían a la tierra, reproducían. La misma justicia calificaba un acto edificante.
Ptah se alzaba. Sostenía el mundo con su cuerpo y con el djed que empuñaba. La justicia era la base de su acción. Su actitud no era innata. Ptah se había hecho a sí mismo, y su mejor obra era él mismo. Como enunciaba la Teología Menfita, Ptah se había formado a sí mismo. Su labor edificatoria lo había educado; lo había edificado.
La labor construida de Ptah -además de su propia formación- consistía en depositar las piedras de ángulo en los cimientos de los edificios: piedras que se colocaban en las esquinas de la cimentación, y que, simbólicamente, servían para acotar, delimitar el edificio. Éste cobraba forma gracias a dichas piedras. Pero Ptah también era considerado una piedra angular -una imagen que será retomada por Jesús-: el orden del mundo, el mundo ordenado (es decir, el cosmos, un término que, en griego, significaba, precisamente, orden), se fundamentaba o descansaba en la piedra angular que era Ptah.
Las piedras de ángulo tenían la forma de una escuadra: dos brazos unidos, dispuestos en ángulo recto (la rectitud de las formas rectas reaparecen una y otra vez: era "de justicia" que Ptah soportará el cosmos). En alguna ocasión Ptah fue representado con los brazos abiertos en cruz y los antebrazos apuntando al cielo, la palma de las manos abierta: la posición más adecuada para sostener el cielo. El sostén de la bóveda celeste corría habitualmente a cargo de Shu (el espacio infinito), pero Ptah era equiparado a Shu en tanto que mantenedor del orden.
Los brazos elevados, dispuestos en ángulo eran la imagen del ka. A sabiendas que se que trata de una noción que nos es lejana y que es difícilmente traducible en términos modernos, el ka, que se suele traducir por alma, era más bien la fuerza vital. Se le solía representar mediante una figura antropomórfica erguida coronada, como si de dos antenas abiertas al mundo se tratara, con dos delgados brazos dispuestos según la forma indicada.
Esto significa que Ptah no era solo el pilar del mundo, ni el arquitecto del cosmos, sino que también era visto como lo que lo animaba: la fuerza o vitalidad del universo, algo lógico si pensamos que Ptah era un dios creador.
La imagen del arquitecto qyue se desporende de Ptah es la de una figura capaz de alumbrar el espacio: lo crea, lo tiende, lo sostiene y lo ordena. Fundamento y pilar, piedra de ángulo y alma, el universo no hubiera existido ni hubiera permanecido sin Ptah. La acción más importante de éste, o su mayor don, era el de dar vida al espacio, todo y acotándolo, o animarlo, convirtiéndolo en un espacio habitable, apto para la vida. La vida podía acogerse porque se trataba de un espacio lleno de vida, animado, y con una base sólida en la que enraizarse.
Sin Ptah -y sin Enki, sin Apolo, sin Jano- no estaríamos aquí.
István Orosz: Labirintusik (Laberintos) (2008)
El laberinto es la obra maestra del patrón de los constructores de la Grecia antigua (y del medioevo): Dédalo. Una cárcel y un arma (una red tendida); prisón para el monstruoso Minotauro (hijo de las relaciones bestiales entre la reina de creta Parsifae y un toro descomunal, como castigo porque Minos, su esposo, el rey cretense, se había negado a rendir el debido culto a Poseidón -el dios de los mares embravecidos, cuyo atributo era un toro-, protector de la isla, una "talasocracia" -potencia marítima- cuya supervivencia dependía de los bienes marinos); y arma para el mismo monstruo ya que si el laberinto protegía a los habitantes de Creta también era utilizado por el Minotauro preso para atraer a sus víctimas: el laberinto intriga, seduce; pese a su aspecto de fortaleza cerrada, despierta la curiosidad de los más intrépidos; no pasaba un día sin que un joven se aventurara a explorarlo, perdiéndose para siempre en la red de galerías que lo llevaban, tras desorientarlo completamente, a los pies del monstruo que se alimentaba de carne humana.
La arquitectura tiene dos caros: construye y destruye; guarece y encierra.
Instrucciones para subir una escalera
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
Julio Cortázar: Historias de cronopios y de famas - 1962
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Asignatura optativa,
Asignatura troncal
martes, 12 de abril de 2011
Alain Resnais: Hiroshima mon amour (1959)
Un arquitecto y dos ciudades: Hiroshima y Nevers, destruidas físicamente y reconstruidas por la memoria, para no ser olvidadas, para no olvidar
domingo, 10 de abril de 2011
Asignatura troncal. Resumen de la clase del 6 de abril de 2011
Estética o Teoría de las Artes consiste en la interpretación de la obra de arte. Se parte del principio que ésta encierra un contenido (digno de ser conocido, y novedoso) en una forma sensible (plástica, literaria, musical), o que la forma sensible da pie a que el espectador encuentre un contenido o sentido a la obra.
Para que dicha percepción se lleve a cabo sin falsear lo que el artista ha querido decir o faltar a lo que la obra puede significar, conocimientos históricos y compositivos (sobre la época en que fue realizada, el artista, las técnicas compositivas y artísticas, etc.) son necesarios o convenientes.
El ejercicio interpretativo se lleva a cabo por medio de los sentidos. No se trata de conocer racional sino sentimentalmente la obra de arte. Ésta tiene que "llegar" al espectador, moverlos, turbarlo, agradarlo o desagradarlo, a fin que pueda reflexionar sobre lo que significa o puede significar. Es la percepción sensible la que activa el conocimiento o profundización de la obra. Su significado está íntimamente ligado a su forma, y se desvela a través de ésta. La forma (plástica, colorística, etc.) es el señuelo a través del cual la obra de arte entra en contacto con el espectador y le atrapa. Le, nos despierta la imaginación; nos puede hacer soñar; las sensaciones que provoca son las que al momento nos llevan a interrogarnos sobre el sentido de esta creación.
Esta aproximación a la obra de arte, que se ha dado sobre todo en Occidente, es relativamente reciente en la historia de la creación humana. Antes de finales del siglo XVIII no se teorizó sobre las obras de arte, sobre su significación.
Esto fue debido a que, primeramente, se tuvieron que dar dos condiciones: la creencia que los sentidos podían ser un medio para alcanzar el conocimiento -un medio no racional pero tan efectivo como la razón-, y la aceptación de la obra de arte como un ente independiente de la obra artesana, de la figura decorativa, y del fetiche mágico; es decir, la consideración de la obra de arte como un objeto libre, no sometido a una función precisa, ya sea como un útil que se usa físicamente, o un amuleto que se emplea mágicamente. La obra de arte (la imagen) no era insustancial, vana, engañosa o peligrosa, sino que podía brindar un punto de vista nuevo sobre los mundos exterior e interior (sobre lo qué somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos), punto de vista que se revelaba cuando el espectador entraba en contacto emocional con la obra, cuando se sentía movido por ésta, y decidía partir hacia su exploración, desentrañando lo que la obra le ofrecía sensorialmente, como si la obra de arte invitara a un viaje.
Durante más de dos milenios, los sentidos han sido juzgados como una fuente de error, y las obras de arte como entes engañosos, capaces de despertar ilusiones sin fundamento. Por este motivo, pensadores como Platón, y muchos teólogos cristianos, judíos y musulmanes han condenado la práctica artística por su nula capacidad de aportar un conocimiento cierto sobre el mundo, y por ser causa de errores. Su aspecto fascinante, apartando al espectador del ejercico racional -del conocimiento racional o científico del mundo-, también ha contribuido a la "mala imagen" del arte y del artista. La obra de arte no habría tenido nada que decir sobre lo que nos rodea o nos ocurre; y lo que mostraba no tenía literalmente sentido, o su sentido era inútil o falso. El arte empalidecía ante la ciencia, y la estética ante el conocimiento serio del mundo.
¿Es cierto?
Asignatura troncal: Seminario sobre la ciudad árabe contemporánea
Gracias por la asistencia e interés, así como por el trabajo y excelentes resultados, a todos los participantes al taller sobre la ciudad árabe contemporánea, impartido por Thomas Stellmach(Berlín), en el mes de abril de 2011, gracias a una ayuda de la UPC para cursos en inglés impartidos dentro de asignaturas troncales u optativas.
sábado, 2 de abril de 2011
(Asignatura troncal). Thomas Hardy (1840-1928): How I built Myself a House (Cómo construí una casa) (1865)
Nota: el escritor (poeta y novelista: Tess de Uberville) inglés Thomas Hardy era, ante todo, un arquitecto, hijo de un constructor.
Dotado para el dibujo y la planificación, fracasó, sin embargo, como arquitecto -aunque construyó algunas casas e iglesias victorianas-. El reconocimiento le vino por su labor de poeta, novelista y ensayista.
Éste es su primer ensayo breve.
HOW I BUILT MYSELF A HOUSE
[Chambers's Journal, March 18, 1865]
My wife Sophia, myself, and the beginning of a happy line, formerly lived in the suburbs of London, in the sort of house called a Highly-Desirable Semi-detached Villa. But in reality our residence was the opposite of what we wished it to be. We had no room for our friends when they visited us, and we were obliged to keep our coals out of doors in a heap against the back-wall. If we managed to squeeze a few acquaintances round our table to dinner, there was very great difficulty in serving it; and on such occasions the maid, for want of sideboard room, would take to putting the dishes in the staircase, or on stools and chairs in the passage, so that if anybody else came after we had sat down, he usually went away again, disgusted at seeing the remains of what we had already got through standing in these places, and perhaps the celery waiting in a corner hard by. It was therefore only natural that on wet days, chimney-sweepings, and those cleaning times when chairs may be seen with their legs upwards, a tub blocking a doorway, and yourself walking about edgeways among the things, we called the villa hard names, and that we resolved to escape from it as soon as it would be politic, in a monetary sense, to carry out a notion which had long been in our minds.
This notion was to build a house of our own a little further out of town than where we had hitherto lived. The new residence was to be right and proper in every respect. It was to be of some mysterious size and proportion, which would make us both peculiarly happy ever afterwards--that had always been a settled thing. It was neither to cost too much nor too little, but just enough to fitly inaugurate the new happiness. Its situation was to be in a healthy spot, on a stratum of dry gravel, about ninety feet above the springs. There were to be trees to the north, and a pretty view to the south. It was also to be easily accessible by rail.
Eighteen months ago, a third baby being our latest blessing, we began to put the above-mentioned ideas into practice. As the house itself, rather than its position, is what I wish particularly to speak of, I will not dwell upon the innumerable difficulties that were to be overcome before a suitable spot could be found. Maps marked out in little pink and green oblongs clinging to a winding road, became as familiar to my eyes as my own hand. I learned, too, all about the coloured plans of Land to be Let for Building Purposes, which are exhibited at railway stations and in agents' windows--that sketches of cabbages in rows, or artistically irregular, meant large trees that would afford a cooling shade when they had been planted and had grown up--that patches of blue shewed fishponds and fountains; and that a wide straight road to the edge of the map was the way to the station, a corner of which was occasionally shewn, as if it would come within a convenient distance, disguise the fact as the owners might.
After a considerable time had been spent in these studies, I began to see that some of our intentions in the matter of site must be given up. The trees to the north went first. After a short struggle, they were followed by the ninety feet above the springs. Sophia, with all wifely tenacity, stuck to the pretty view long after I was beaten about the gravel subsoil. In the end, we decided upon a place imagined to be rather convenient, and rather healthy, but possessing no other advantage worth mentioning. I took it on a lease for the established period, ninety-nine years.
We thought about an architect. A friend of mine, who sometimes sends a paper on art and science to the magazines, strongly recommended a Mr. Penny, a gentleman whom he considered to have architectural talent of every kind, but if he was a trifle more skilful in any one branch of his profession than in another, it was in designing excellent houses for families of moderate means. I at once proposed to Sophia that we should think over some arrangement of rooms which would be likely to suit us, and then call upon the architect, that he might put our plan into proper shape.
I made my sketch, and my wife made hers. Her drawing and dining rooms were very large, nearly twice the size of mine, though her doors and windows shewed sound judgment. We soon found that there was no such thing as fitting our ideas together, do what we would. When we had come to no conclusion at all, we called at Mr. Penny's office. I began telling him my business, upon which he took a sheet of foolscap, and made numerous imposing notes, with large brackets and dashes to them. Sitting there with him in his office, surrounded by rolls of paper, circles, squares, triangles, compasses, and many other of the inventions which have been sought out by men from time to time, and perceiving that all these were the realities which had been faintly shadowed forth to me by Euclid some years before, it is no wonder that I became a puppet in his hands. He settled everything in a miraculous way. We were told the only possible size we could have the rooms, the only way we should be allowed to go upstairs, and the exact quantity of wine we might order at once, so as to fit the wine-cellar he had in his head. His professional opinions, propelled by his facts, seemed to float into my mind whether I wished to receive them or not. I thought at the same time that Sophia, from her silence, was in the same helpless state; but she has since told me it was quite otherwise, and that she was only a little tired.
I had been very anxious all along that the stipulated cost, eighteen hundred pounds, should not be exceeded, and I impressed this again upon Mr. Penny.
"I will give you an approximate estimate for the sort of thing we are thinking of," he said. "Linem." (This was the clerk.)
"Did you speak, sir?"
"Forty-nine by fifty-four by twenty-eight, twice fourteen by thirty-one by eleven, and several small items which we will call one hundred and sixty."
"Eighty-two thousand four hundred,"----
"But eighteen hundred at the very outside," I began, "is what"----
"Feet, my dear sir-feet, cubic feet," said Mr. Penny. "Put it down at sixpence a foot, Linem, remainders not an object."
"Two thousand two hundred pounds." This was too much.
"Well, try it at something less, leaving out all below hundreds, Linem."
"About eighteen hundred and seventy pounds."
"Very satisfactory, in my opinion," said Mr. Penny turning to me. "What do you think?"
"You are so particular, John," interrupted my wife. "I am sure it is exceedingly moderate: elegance and extreme cheapness never do go together."
(It may be here remarked that Sophia never calls me "my dear" before strangers. She considers that, like the ancient practice in besieged cities of throwing loaves over the walls, it really denotes a want rather than an abundance of them within.)
I did not trouble the architect any further, and we rose to leave.
"Be sure you make a nice conservatory, Mr. Penny," said my wife; "something that has character about it. If it could only be in the Chinese style, with beautiful ornaments at the corners, like Mrs. Smith's, only better," she continued, turning to me with a glance in which a broken tenth commandment might have been seen.
"Some sketches shall be forwarded, which I think will suit you," answered Mr. Penny pleasantly, looking as if he had possessed for some years a complete guide to the minds of all people who intended to build.
It is needless to go through the whole history of the plan-making. A builder had been chosen, and the house marked out, when we went down to the place one morning to see how the foundations looked.
It is a strange fact, that a person's new house drawn in outline on the ground where it is to stand, looks ridiculously and inconveniently small. The notion it gives one is, that any portion of one's after-life spent within such boundaries must of necessity be rendered wretched on account of bruises daily received by running against the partitions, doorposts, and fireplaces. In my case, the lines shewing sitting-rooms seemed to denote cells; the kitchen looked as if it might develop into a large box; whilst the study appeared to consist chiefly of a fireplace and a door. We were told that houses always looked so; but Sophia's disgust at the sight of such a diminutive drawing-room was not to be lessened by any scientific reasoning. Six feet longer--four feet then--three it must be, she argued; and the room was accordingly lengthened. I felt rather relived when at last I got her off the ground, and on the road home.
The building gradually crept upwards, and put forth chimneys. We were standing beside it one day, looking at the men at work on the top, when the builder's foreman came toward us.
"Being your own house, sir, and as we are finishing the last chimney, you would perhaps like to go up," he said.
"I am sure I should much, if I were a man," was my wife's observation to me. "The landscape must appear so lovely from that height."
This remark placed me in something of a dilemma, for it must be confessed that I am not much given to climbing. The sight of cliffs, roofs, scaffoldings, and elevated places in general, which have no sides to keep people from slipping off, always causes me to feel how infinitely preferable a position at the bottom is to a position at the top of them. But as my house was by no means lofty, and it was but for once, I said I would go up.
My knees felt a good deal in the way as I ascended the ladder; but that was not as disagreeable as the thrill which passed through me as I followed my guide along two narrow planks, one bending beneath each foot. However, having once started, I kept on, and next climbed another ladder, thin and weak-looking, and not tied at the top. I could not help thinking, as I viewed the horizon between the steps, what a shocking thing it would be if any part should break; and to get rid of the thought, I adopted the device of mentally criticising the leading articles in that morning's Times; but as the plan did not answer, I tried to fancy that, though strangely enough it seemed otherwise, I was only four feet from the ground. This was a failure too; and just as I had commenced upon an idea that great quantities of feather-beds were spread below, I reached the top of the scaffold.
"Rather high," I said to the foreman, trying, but failing to appear unconcerned.
"Well, no," he answered; "nothing to what it is sometimes (I'll just trouble you not to step upon the end of that plank there, as it will turn over); though you may as well fall from here as from the top of the Monument for the matter of life being quite extinct when they pick you up," he continued, looking around at the weather and the crops, as it were.
Then a workman, with a load of bricks, stamped along the boards, and overturned them at my feet, causing me to shake up and down like the little servant-men behind private cabs. I asked, in trepidation, if the bricks were not dangerously heavy, thinking of a newspaper paragraph headed "Frightful Accident from an Overloaded Scaffold."
"Just what I was going to say. Dan has certainly too many there," answered the man. "But it won't break down if we walk without springing, and don't sneeze, though the mortar-boy's hooping-cough was strong enough in my poor brother Jim's case," he continued abstractly, as if he himself possessed several necks, and could afford to break one or two.
My wife was picking daisies a little distance off, apparently in a state of complete indifference as to whether I was on the scaffold, at the foot of it, or in St. George's Hospital; so I roused myself for a descent, and tried the small ladder. I cannot accurately say how I did get down; but during that performance, my body seemed perforated by holes, through which breezes blew in all directions. As I got nearer the earth, they went away. It may be supposed that my wife's notion of the height differed considerably from my own, and she inquired particularly for the landscape, which I had quite forgotten; but the discovery of that fact did not cause me to break a resolution not to trouble my chimneys again.
Beyond a continual anxiety and frequent journeyings along the sides of a triangle, of which the old house, the new house, and the architect's office were the corners, nothing worth mentioning happened till the building was nearly finished. Sophia's ardour in the business, which at the beginning was so intense, had nearly burned itself out, so I was left pretty much to myself in getting over the later difficulties. Amongst them was the question of a porch. I had often been annoyed whilst waiting outside a door on a wet day at being exposed to the wind and rain, and it was my favourite notion that I would have a model porch whenever I should build a house. Thus it was very vexing to recollect, just as the workmen were finishing off, that I had never mentioned the subject to Mr. Penny, and that he had not suggested anything about one to me.
"A porch or no porch is entirely a matter of personal feeling and taste," was his remark, in answer to a complaint from me; "so, of course, I did not put one without its being mentioned. But it happens that in this case it would be an improvement--a feature, in fact. There is this objection, that the roof will close up the window of the little place on the landing; but we may get ventilation by making an opening higher up, if you don't mind a trifling darkness, or rather gloom."
My first thought was that this might tend to reduce myself and family to a state of chronic melancholy; but remembering there were reflectors advertised to throw sunlight into any nook almost, I agreed to the inconvenience, for the sake of the porch, though I found afterwards that the gloom was for all time, the patent reflector, naturally enough, sending its spot of light against the opposite wall, where it was not wanted, and leaving none about the landing, where it was.
In getting a house built for a specified sum by contract with a builder, there is a certain pit-fall into which unwary people are sure to step--this accident is technically termed "getting into extras." It is evident that the only way to get out again without making a town-talk about yourself, is to pay the builder a large sum of money over and above the contract amount--the value of course of the extras. In the present case, I knew very well that the perceptible additions would have to be paid for. Common sense, and Mr. Penny himself, perhaps, should have told me a little more distinctly that I must pay if I said "yes" to questions whether I preferred one window a trifle larger than was originally intended, another a trifle smaller, second thoughts as to where a doorway should be, and so on. Then came a host of things "not included'--a sink in the scullery, a rain-water tank and a pump, a trap-door into the roof, a scraper, a weather-cock and four letters, ventilators in the nursery, same in the kitchen, all of which worked vigorously enough, but the wrong way; patent remarkable bell-pulls; a royal letters extraordinary kitchen-range, which it would cost exactly threepence three-farthings to keep a fire in for twelve hours, and yet cook any joint in any way, warm up what was left yesterday, boil the vegetables, and do the ironing. But not keeping a strict account of all these expenses, and thinking myself safe in Mr. Penny's hands from any enormous increase, I was astounded to find that the additions altogether came to some hundreds of pounds. I could almost go through the worry of building another house, to shew how carefully I would avoid getting into extras again.
Then they have to be wound up. A surveyor is called in from somewhere, and, by a fiction, his heart's desire is supposed to be that you shall not be overcharged one halfpenny by the builder for the additions. The builder names a certain sum as the value of a portion--say double its worth, the surveyor then names a sum, about half its true value. Then they fight it out by word of mouth, and gradually bringing their valuations nearer and nearer together, at last meet in the middle. All my accounts underwent this operation.
A Families-removing van carried our furniture and effects to the new building without giving us much trouble; but a number of vexing little incidents occurred on our settling down, which I should have felt more deeply had not a sort of Martinmas summer of Sophia's interest in the affair now set in, and lightened them considerably. Smoke was one of our nuisances. On lighting the study-fire, every particle of smoke came curling into the room. In our trouble, we sent for the architect, who immediately asked if we had tried the plan of opening the register to cure it. We had not, but we did so, and the smoke ascended at once. The last thing I remember was Sophia jumping up one night and frightening me out of my senses with the exclamation: "O that builder! Not a single bar of any sort is there to the nursery-windows. John, some day those poor little children will tumble out in their innocence--how should they know better?--and be dashed to pieces. Why did you put the nursery on the second floor?" And you may be sure that some bars were put up the next morning.
(Reproduced from Harold Orel, ed. Thomas Hardy's Personal Writings. London: Macmillan, 1967. 159-167.)
viernes, 1 de abril de 2011
(Asignatura optativa). Resumen de la clase del martes 29 de marzo de 2011. El cielo construido
Que la expresión "la bóveda del cielo" no fuera ninguna metáfora sino una descripción fidedigna de lo que el cielo era, ya lo sabían muchas culturas antiguas: el cielo era una forma o construcción arquitectónica, a menudo obra del forjador de los deslumbrantes palacios de los dioses celestiales, como Hefesto (Vulcano), en la Grecia antigua. Hasta el mismo Yavhé elevó un cielo que era una gran obra de arquitectura.
El cielo, empero, no estaba vacío, sino enladrillado. Mejor día, acogía un buen número de construcciones celestiales. Circular por el empíreo no era fácil. En todo momento, la fachada, con la puerta no siempre abierta, de un palacio imponente y a menudo cegador, se interponía al movimiento ascendente de las almas cuando, a la muerte del ser humano en el que había estado prisioneras, trataban de regresar hacia lo alto, atraídas por la luz que emanada del centro o de la parte más elevada del cielo.
Según los místicos hebreos, cristianos e islámicos, ya desde la antigüedad se sabía de la existencia de dichas construcciones. Éstas no estaban aisladas ni estaban ubicadas de cualquier manera. Por el contrario, existía algo así como un plan de urbanismo; según éste, todas las construcciones celestiales estaban relacionadas. Se disponían según un eje vertical, desde el palacio de muros casi opacos, construidos de adobe, hasta los más relucientes, de cuyo interior emanaba una luz cegadora. Estas contrucciones tenían un tamaño decreciente, de modo que formaban una especia de pirámide escalonada. Los palacios también se podían disponer concéntricamente en un mismo plano. Las obras más exteriores, al igual que las más inferiores antes descritas, también tenían muros de adobe; los muros más próximos al centro, estaban hechos de materiales preciosos, emitían luz, y eran un depósito de luz muy blanca.
Todas esas construcciones no eran fortuitas. Respondían a un plan sobrenatural; cumplían con una función específica: constituían barreras, cada vez más difíciles de sortear, que se interponían en el camino de retorno de las almas al cielo. Éstas, aligeradas del peso del cuerpo, ascendían. Una luz en lo alto las imantaba. Mas, los muros de las sucesivas construcciones ponían a fuerza las luces, la pureza del alma. Sola las más desprendidas (de la materia corporal o terrenal), solo las que no habían quedado marcadas por conductas impropias en la tierra, lograban sobrepasar entrar en los palacios y hallar la salida a fin de proseguir su ascensión. Por el contrario, las que tenían luces menguadas acababan perdiéndose, como si se hubieran adentrado en un laberinto. Al final, solo unas pocas lograban llegar ante la fuente de luz: la misma divinidad que alumbraba a todos los seres y garantizaba la vida eterna.
Estas construcciones celestiales (llamadas hekhalot, en hebreo -término que nombraba inicialmente la celda más recóndita del templo de Jerusalén, donde se guardaban todos los símbolos de la divinidad) se asemejaba, formal y funcionalmente al palacio aéreo que el apóstol Tomás, el patrón de los arquitectos, construyó para el rey de la India Gundosforo. Semejante a la Jerusalén celestial y a cuántas construcciones suspendidas en los aires que los místicos en trance describían, Tomás construyó un palacio inmaterial -mejor dicho, cuya materia era luz-. Este palacio, que no fue aceptado por el rey porque fue incapaz de contemplarlo con los ojos del alma (el rey gustaba de los placeres mundanos y de los bienes terrenales que le impedían ver todo lo que rehuía el contacto con la materia y las pasiones), cumplía una función: dar cobijo a las alma -o al alma del rey. Un palacio, entonces, donde el espíritu hubiera podido vivir eternamente. Tomás edificó un palacio que garantizaba la vida eterna. Ésta no podía manifestarse en la tierra, en contacto con la materia, sino en la alto, junto a la luz.
Tomás fue condenado a muerte por el rey Gundosforo porque no dio cumplida respuesta al encargo del rey. No construyó "visiblemente" nada; el rey no estaba en lo cierto. Pago caro su error. Su hermano murió. Mas fue el alma de su hermano, en su ascenso por el cielo, quien descubrió el palacio que Tomás había edificado pero que el rey no había querido o podido ver, y que avisó al rey de su error.
Desde entonces, todos los monarcas que aspiraban a ser recordados para siempre soñaban poder encargar un palacio celestial a Tomás.
Si la arquitectura ofrece un techo y un refugio contra las inclemencias y los enemigos, parece lógico que la obra del patrón de los arquitectos se constituya como el arquetipo de toda construcción material: una obra hecha de luz que alumbra para siempre, y evita que las sombras absorban el alma humana y la lleven al olvido.
(Asignatura troncal). Resumen de la clase del miércoles 30 de marzo de 2011. Historia, Composición, Estética y Teoría de las Artes
Paseo por la exposición sobre el vacío, Centre George Pompidou, París, 2010, que recrea la exposición de vacío de Yves Klein en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado.
Martin Creed, Work no. 850, 2008
Martin Creed, Work no. 227, Premio Turner 2001
Martin Creed, Work no. 610, 2006
Martin Creed, Work no 547, 2006
La interpretación de una obra de arte pasa por el previo reconocimiento de dónde está se halla la obra que aguarda ser interpretada, o en qué consiste esta obra, distinguiéndola de otros entes que no pertenecen al mundo del arte.
No debe ser muy evidente saber cuándo las salas de un museo o una galería de arte vacías son salas que esperar que obras de arte sean expuestas, y cuándo estas salas vacías contienen una obra de arte de gran tamaño que consiste en el vacío que dichas salas "exponen" a la imaginación del visitante. La dificultad se acrecienta si las obras que las salas contienen, todas vacías -es decir, si las obras son el vacío- son distintas, son de autores distintos, siendo así que lo que se "ve" son salas tan igualmente vacías las unas y las otras.
Este comentario no es rocambolesco. Yves Klein inauguró su última exposición en los años cincuenta en una galería vacía -aunque llena de público ávido de contemplar la última producción del artista-, vacía aunque llena, llena del vacío que contenía. El Museo de Arte Moderno de París (Centro George Pompidou) organizó una exposición antológica sobre el vacío en el arte moderno (sobre obras que eran nada, que eran la nada, la cual se manifestaba a través de "nada" que ver o sentir) en 2010, en un largo recorrido a través de salas inmaculadamente blancas, impolutas y vacías, en las que el espectador tenía que interpretar obras todas distintas (formalmente idénticas, con un contenido diverso) -pero invisibles.
Sin saber "nada" de antemano, ¿se puede interpretar una o unas obras que lo son todo (llenan todas las salas) -y son nada-? Cuando Martin Creed ganó el Premio Turner de 2001 con una obra titulada Lights Off consistente en una sala vacía en la que una bombilla se encendía y se apagaba, además del problema de saber en qué consistía la obra (¿una bombilla intermitente? ¿una sala intermitentemente iluminada? ¿aquella precisa sala?), ¿era obvio o "evidente" saber qué se estaba ante una obra de arte y no una bombilla deficiente?
¿Cúando una artista vomita, y cúando crea una obra vomitando? Ante la visión en directo del espectáculo, ¿qué actitud tomar? ¿Asco, o interés desinteresado? ¿Relaciono lo que veo con obras flamencas del siglo XVI (de Brueghel el Viejo, por ejemplo) que muestran escenas de borrachera campesinas, o con el último botellón? ¿Llamo al médico -creyendo que la persona que vomita se encuentra mal-, o admiro, aplauda la acción, la obra "performativa? Si la filmación fuera anterior a los años veinte -obviando el que sería en blanco y negro, y la manera de vestir sería distinta-, sin duda, no nos hallaríamos ante una performance sino ante un vómito, ante un síntoma médico, no una creación artística. Mas, en el siglo XXI, la respuesta no es tan sencilla. Sobre todo si quien vomita es un artista (Martin Creed), aunque no todos los vómitos de un artista son obras de arte. Solo lo son aquellas que el artista decide que sean; "expresándose" -físicamente- a través la acción de vomitar, contemplada extáticamente por los amantes del arte -y los especuladores, ávidos de comprar la autorización de poder tener una obra de arte consistente en una persona vomitando, dados los precios estratosféricos que alcanzan las obras de, pongamos por caso, Martin Creed, de quien Madonna es una gran coleccionista.
¿Preguntas absurdas? Preguntas acerca de las condiciones de la teorización o interpretación del arte, que pasan por el previo necesario reconocimiento de qué es una obra de arte, o de dónde se halla.
Antes de abordar la comprensión de la obra tenemos, entonces, que saber distinguir una obra de arte de una que no lo es; luego, discernir si la obra puede querer decir lo que pensamos que dice, si el contenido que le suponemos puede haber sido expresado o vertido con la forma adoptada.
El estudio de la forma de la obra -el análisis o la lectura formal- es imprescindible.
El sustantivo forma tiene dos significados distintos: por un lado, en tanto que lo opuesto a la idea o el contenido -considerados inmateriales y perennes-, la forma se refiere a lo mudable, cambiante, la apariencia, siempre sometida a los caprichos del tiempo, de la obra de arte; sin embargo, al menos en la Grecia antigua, forma se decía, paradójicamente, idea. En este caso, la forma era el carácter de un ente: visible, material, sin duda, pero resistente a los cambios, como nuestro carácter, que no cambia, pese a los cambios que puedan marcar nuestra vida. Siempre tendremos el mismo carácter. Éste nos "caracteriza", nos "define" y nos distingue. un carácter no se puede verdaderamente imitar; en un momento u otro, nuestro "verdadero" carácter siempre saldrá a la luz.
Siendo así, la forma de una obra de arte comprende rasgos personales; rasgos que el artista ha impreso, voluntariamente o no; determinadas técnicas -Rembrandt gustaba de los pigmentos terrosos; Manet, por el contrario estaba fascinado por un tipo de pintura al óleo verde-: secretos de cocina, maneras de elaborar los pigmentos (tanto en el caso de los pintores clásicos, como de artistas contemporáneos, así Tàpies, Barceló), de preparar las telas.
Por otra parte, determinados rasgos estilísticos, determinadas maneras de representar, de dibujar, esculpir, escribir, filmar son reconocibles, propias, e inimitables. Un texto, una película, una pintura de García Márquez, de Almódovar o David Lynch, de Richter o Koons se reconocen a la legua; no solo por rasgos estilísticos voluntarios, sino sobre todo involuntarios, lo que permite, en caso de duda, saber quien es el autor. Son rasgos que los falsarios se afanan por imitar, con mayor o menor fortuna.
La Composición es la ciencia que trata de desvelar cómo una obra ha sido compuesta. Lee, estudia, descifra los secretos compositivos y técnicos. En ocasiones recurre a pruebas técnicas. Estudia las pinturas con lupa, buscando posibles bocetos previos en la misma tela, la manera de montar una película, los encuadres de una fotografía, el ritmo de las frases, la manera de ordenarlas y el vocabulario de una novela o un poema, la articulación de frases musicales, los tonos y armonías empleados, las posturas coreográficas y la manera de combinarlas. Todos estos datos acerca de la elaboración de la forma ayudan a saber quien es el autor de la obra, cuándo ha sido elaborada, datos que permiten saber con más precisión qué es lo que una obra significa o puede significar.
Son datos que guían, y condicionan nuestro juicio. Ante una obra que sabemos es de Picasso, Coppola, o Paul Auster, etc. nuestra atención, nos guste o no lo que percibimos, es posiblemente distinta a si se trata de una obra de Macarrón, Claude van Damme (con perdón) o Falcones.
Historia, Composición Teoría: tres modos de abordar la obra de arte: la primera permite situarla en el tiempo, la segunda saber quien la realizó; datos acerca de la producción o elaboración, acerca de la forma de la obra; datos que ayudan a interpretar correctamente la obra, evitando hallar significados ajenos a lo que la obra puede llegar a comunicar.
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