miércoles, 30 de marzo de 2011

(Asignatura troncal) Taller sobre la ciudad árabe contemporánrea impartido por Thomas Stellmach los días 2 y 9 de abril. Idioma: inglés

PRESENTACIÓN DEL TALLER SOBRE LA CIUDAD ÁRABE CONTEMPORÁNEA

Thomas Stellmach

appointment 1 - saturday 2nd April (Aula A-11) 

10:00-10:30 opening, introduction 

10:30-11:30  mini-lecture: examples & types plus discussion1

1:30-12:30  workshop brief I: catalogue & critical analysis of contemporary arab public space: 6 teams of 5 students each. 5 topics per group. 

12:30-13:30 round table discussion of brief, start analysis 

13:30-15:00 lunch break

15:00-18:00 analysis of examples


appointment 2 - wednesday 6th April (Aula CB1 por la mañana, y CB6 por la tarde, después de hora y media de clase teórica) 

10 lecture: arab domain: background, society, people, politics, space
 
Q &A, Discussion of found principles from analysis


appointment 3 - saturday 9th April (Aula A-11)

 10:00-12:00 Review: design principles and ideas 

18:00-20:00 Final Presentation


Things we need: 
- projector, including sound
- laptops & 
- drawing material for each student, transparent paper
- workspace with sufficient tables and chairs- printer & photocopier access
- internet

As we have very little time, i want to focus on the knowledge / analysis / understanding side of the workshop. Depending on the progress of the students and whether they will be able to work in-between the sessions, I would take the risk and let the first phase drag on and have only a sketchy second phase. The second phase will in any case only be a sketchy, or let's say radical, spatialisation of the discoveries of the analysis.

To sum it up: there will be 

A) two injections of knowledge from my side (showing examples plus some theory & history), 

B) an analysis part (research and drawings) done by the students and 

C) an impromptu design, a visualisation of the discoveries.



Será necesario traer el DNI para asegurar la entrada en la ETSAB el sábado (nota de Jefatura de Estudios).

Sería conveniente traer algo de comida para los almuerzos del 2 y el 9 de abril, a fin de perder poco tiempo al mediodía, según una nota de Thomas Stellmach.

Lista de asistentes:


Cristina Acosta Martínez
Alba Alsina Maqueda
Luis Bellera Fernández de la Cruz
Clea Granados Nikolaidon
Gerard Guerra López
Irene Hidalgo Gadea
Beatriz Lezáun Guinouláin
Valentina di Mascio
Manuel Rodríguez López
Aina Santos i Cabré
Inés Llopart
Anna Terradas
Joris Menno van Oeveren
Guillem Grau
Raquel Jiménez
Clea Granados
Martin Sunjic
Marc Marín
Pedro Azara

lunes, 28 de marzo de 2011

(Asignatura optativa). Resumen de la clase del martes 21 de marzo de 2011. Lo curvo y la rectitud

Puesto que el patrón de los constructores cristianos se llama Tomás 8el apóstol Tomás), y que este nombre propio es un nombre común hebreo que significa, como el nombre griego de Tomás -Dídimo-, gemelo, la "gemelidad" -o la figura de los gemelos evoca imágenes complejas.
En tanto que ser doble -ya que dobles son el dúo de gemelos, indistintos, fácilmente confundibles-, Tomás, al igual que cualquier gemelo, era portador de valores inquietantes.

En la mayoría de las culturas, los verdaderos gemelos eran temidos. su nacimiento siempre pronosticaba desgracias; al menos cambio importantes en el mundo y la sociedad de los hombres. Su nacimiento desencadenaba tempestades. Pronto se convertían en profetas o héroes de quienes dependía la suerte del mundo; suerte que cambiaría, para bien o para mal, gracias a la sola presencia de unos seres extraños, que prestaban a confusión. Así, numerosos héroes civilizadores, así como fundadores de ciudades, eran gemelos. Rómulo y Remo, fundadores de Roma, son un buen ejemplo (su carácter excepcional, inquietante, se revela a través del fratricidio cometido por Rómulo).

Tomas es una figura semejante. Su hermano gemelo es Jesús, con quien mantiene un estrecho parentesco. En la literatura apócrifa, Jesús es descrito incluso como el gemelo del verdadero dios, Tomás. Eran, en todo caso, intercambiables. Por este motivo, la figura de Tomás cobraba una importancia decisiva.

La desazón que los gemelos suscitaban no provenía solo de su aspecto indiferenciado, como si de una imagen doble, fruto de una momentánea pérdida de razón en el espectador, se tratara.

Los seres dobles están familiarizados con toda clase de actos que persiguen doblar lo que tienen alrededor. Siendo así que su nombre y su apariencia doble les predestinaba a actos sorprendentes, no es de extrañar que fueran capaces, al mismo tiempo, de multiplicar y de dividir la realidad (ambos verbos, que nombran acciones antitéticas, son sinónimos del verbo doblar). Incidían también en el mundo practicando una acción peculiar: doblegando entes y personas, hasta lograr que doblen su figura: que se curven o se inclinen.

Los héroes eran de una sola pieza. No temían el destino ni los enemigos. Se enfrentaban a ellos con la cara limpia, sin esconder sus intenciones. No necesitaban recurrir a subterfugios algunos. Iban rectos al combate. El cuerpo se mantenía firme. La posición vertical -no doblada, como si quisieran pasar desapercibidos- que adoptaban no estaba exenta de connotaciones morales. Lo recto del cuerpo simbolizaba la rectitud del ánimo, unos principios que no se doblaban ante nada.

Por el contrario, los cobardes trataban de escabullirse de la contienda. Se encogían, trataban de disimular, y de retroceder. Al mismo tiempo tiempo, sus principios eran tan flexibles como su cuerpo: se adaptaban a las circunstancia. Lejos de enfrentarse con los problemas y los enemigos cara a cara, daban rodeos a fin de evitar la contienda directa. Toda clase de subterfugios les ayudaban a alcanzar sus fines, dando vueltas y más vueltas, "mareando la perdiz" hasta lograr desconcertar, confundir al enemigo. 

Los cobardes -y los astutos, que compensan sus flaquezas físicas y morales, con ingenio- andan un tanto encorvados. De este modo, es más difícil verles la cara e intuir sus intenciones. Contrariamente a la rectitud del héroe, nos hallamos ante un carácter dúplice, que no duda en engañar y enredar para obtener los fines que persigue.

En Grecia, la recta se oponía a la curva. No queda claro, sin embargo, que los griegos defendieran siempre las líneas y los comportamiento rectos. Sabían que los listos, los astuciosos tienen a menudo las de ganar, sorprendiendo de manera más efectiva a los enemigos.

Los héroes manejaban la espada: un arma recta, afilada, que requiere un combate cuerpo a cuerpo. Aquélla se contraponía con el arco: arma compleja que conjuga la recta de la cuerda tensada -pero que tiene que quebrarse para ser efectiva- y la curvatura del arco. La flecha es recta, ciertamente. Pero su trayectoria es curva. Para ser proyectada hacia adelante, es necesario tensar el arco, es decir retirar la flecha hacia atrás -como si la flecha se retirara del combate, inspirando así confianza en el enemigo, que baja la guardia-, para, desde la retaguardia, lanzarla. La flecha siempre es lanzada desde lejos. La presa o el enemigo nunca la ve venir. Además, la flecha cae del cielo, después de haber dibujado un amplio arco en el cielo.

El arco era el arma de los persas, sostenían los griegos. Pero también era el atributo de los dioses gemelos (obviamente), Apolo y Ártemis, dioses de la organización del espacio, cuyas flechas indicaban la correcta orientación -aunque podían también llevar por el camino equivocado.

La curva se doblega; es dócil, dúctil; se adapta a cualquier circunstancia; no tiene prejuicios, no tiene criterios (morales). La curva es sibilina; serpentea para adaptarse mejor al terreno. No se impone sino que se amolda, como si se curvara para seguir o reseguir las formas cambiantes del mundo.

Las líneas zigzagueantes, que se doblan, se enroscan, se curvan, se adaptan bien a los seres contradictorios, dúplices, capaces de recurrir a la mentira, al engaño, para obtener lo que buscan.

Tomás era una figura semejante. Por eso, por su capacidad de adaptarse y de hacerse suyo el mundo se convirtió en el patrón de quienes modificaron el entorno no por la fuerza bruta sino con ingenio y visión de futuro.

domingo, 27 de marzo de 2011

(Asignatura troncal) Antonio Rabazas: The Wasted City (2006)



NB: Me sumo a las felicitaciones de Albert por los trabajos sobre lugares urbanos (hábitats y habitantes) presentados hasta ahora.
Quizá alguno pudiera incluso dar pie a un posible Proyecto Final de Carrera de aquí a dos años y medio.

Johnny Karlsson: Architecture (2009)

(Asignatura troncal) George Bataille: La literatura y el mal (1958)

jueves, 24 de marzo de 2011

(Asignatura optativa) Primeras piedras: Mas & Mies


Mies van der Rohe en la ceremonia de colocación de la primera piedra de la Galería de Arte moderno de Berlín. Mies aceptó excepcionalmente una invitación que no suele darse.
Foto e información enviadas por Álvaro Ruiz (Máster de Teoría e Historia, ETSAB)


Artur Mas (Presidente de la Generalitat de Catalunya), Artur Mas-Collell (Consejero de Economía de la Generalitat de Catalunya) y el "mecenas Pere Mir" en la ceremonia de colocación de la primera piedra del edificio Nest-Cellex, de la UPC, en Castelldefels (Barcelona), en marzo de 2011
Se agradece a un alumno de la Asignatura Optativa de la Sección de Estética de la ETSAB la información brindada.

miércoles, 23 de marzo de 2011

martes, 22 de marzo de 2011

(Asignatura troncal) Resumen de la clase del miércoles 16 de marzo de 2011: El dios Hermes, portavoz del creador


 
Hermes era un dios griego particular. Aparecía siempre antes que el padre de los dioses: en tanto que mensajero suyo, llevaba las buenas y malas nuevas del cielo a la tierra.
Los dioses solo se podían comunicar con los hombres a través de Hermes. Éste solo actuaba como portavoz celestial. Mas, sin él, la comunicación hubiera sido imposible. Aunque no hubiera creado los contenidos que portaba, éstos no habrían podido ser descubiertos sin él. Mediada entre lo alto y lo bajo. Era, por tanto, un intérprete (un transmisor, un portador, un enunciador, de manera lo más comprensible posible) de lo que los dioses querían decir.

Contenidos inalcanzables (por lejanos, inaudibles o enigmáticos) podían ser alcanzados. Hermes traducía en un lenguage humano, adaptado a los humanos, los contenidos divinos, expresados inicialmente en el lenguage de los dioses. La comunicación verbal, hasta entonces imposibles (dioses y hombres hablan un lenguage radicalmente distinto), se lograba gracias a la labor mediadora de Hermes.

Hermes, por tanto, era capaz de entender lo que el resto de los dioses decía y de traducirlo o interpretarlo de manera perceptible, audible y comprensible para los humanos. Por extraño que fuera el contenido, sabía desentrañar lo que los suyos, los dioses, querían decir.

Ningún contenido se le resistía. Hermes poseía todas las claves interpretativas. Sabía siempre hallar lo que le permitía descifrar y traducir un mensaje que solo los dioses podían comprender, de modo que las palabras que comunicaba a los hombres, todo y respetando el sentido, se adaptaban a las capacidades humanas.

Hermes es, por tanto, el dios de la interpretación. Su labor es tanto pasiva -es un portavoz- cuanto activa o creativa, ya que desvela lo que sin él escaparía a la comprensión, a la percepción, a la intuición humana. Algo, un mensaje, inconcebible, en el que nadie hubiera soñado, se manifestaba de manera más o menos clara. Las órdenes divinas, en las que nadie hubiera pensado, se volvían inteligibles para los hombres.

Su labor era la de un traductor y un creador. Creaba, manifestaba, visualizaba o hacía que fueran audibles para los hombres mensajes indescifrables hasta entonces; de algún modo, inexistentes.

La hermenéutica es una labor presidida por Hermes, imitada del modo de obrar de este dios. La hermenéutica postula que toda obra (especialmente todo texto, pero también toda imagen) presenta un significado evidente,  que oculta un mensaje cifrado. Pensemos en el sin número de interpretaciones a las que ha dado lugar obras como La Gioconda, de Leonardo de Vinci, o Las Meninas, de Velázquez. Esas obras, en apariencia, no presentan problemas de reconocimiento: una mujer en una ventana ante un paisaje, por un lado, y un pintor, trabajando en su estudio, rodeado de infantas y sus sirvientas, las meninas. Cualquiera es capaz de reconocer lo que las obras muestran. Pero ésas, quizá digan algo más, o algo distinto. Las formas -o las palabras-, reconocibles, tienen dobles sentidos. En la vida diaria, utilizamos constantemente un doble lenguage. Decimos algo pero queremos significar lo contrario. ¡Cuántas veces exclamamos ¡qué bien! para decir, en verdad, lo mal que nos parece un acto o una decisión.

Imágenes, verbales, textuales, plásticas, son portadoras de significados ocultos que tienen que ser desvelados. La hermenéutica es precisamente el arte o la ciencia de hallar esos significados ocultos o latentes que, a "simple vista", o de "oídas", de "buenas a primeras", no son alcanzables. Del mismo modo que Hermes sabe lo que los dioses quieren realmente decir, más allá o más acá de lo que le transmiten, y traduce las voluntades, deseos o dictámenes de éstos, el hermeneuta o intérprete sabe hallar el verdadero significado detrás de las apariencias o imágenes.

¿Cómo procederá entonces para leer entre líneas? ¿Podrá enfrentarse a un mensaje -una obra de arte- sin saber nada, sin tener datos ni conocimientos previos que lo orienten en su b´ñusqueda, o necesitará toda clase de recursos para descifrar el significado que se resiste a ser desvelado?

Por otra parte, ¿la interpretación es enteramente libre? Un texto ¿puede decir cualquier cosa? ¿Puedo hacer decir cualquier cosa a un texto o a una imagen?  En una época en que el barroco concibe la obra de arte como un complejo juego de significados, como un juego de espejos, ¿puedo interpretar Las Meninas de Velázquez como una instantánea fotográfica de un acontecimiento casual, y considerar que el artista es un reportero? ¿No estaré falseando o distorsionando lo que la obra puede llegar a decir? ¿Podemos saber hoy lo que las obras de arte significarán de aquí a cien años? El marco cultural, social, político que nos rodea  condiciona , muy posiblemente, nuestra manera de crear y de interpretar. Por tanto, cuantos más conocimientos, cuantos más datos tengamos, mejor, más justamente interpretaremos una obra, y no le haremos decir lo que no puede decir, lo que es incapaz de decir pues, cuando fue creada, no existían determinados conocimientos, hoy, comunes, que hubieran permitido que la obra adquiera significados inconcebibles hoy. Hoy, por ejemplo, cuando vemos a una forma aérea, necesariamente vemos un avión, o pensamos en un transporte aéreo. En el siglo XV, una forma aérea solo podía ser una especie de ángel, un ser celestial.  Lo que implica que las obras que muestras a seres o entes volando, del siglo XV, no pueden ser leídas como imágenes, símbolos o alabanzas de la navegación aérea (humana) (obviamente), sino de la capacidad sobrehumana de las potencias celestiales de surcar los cielos.
El hermeneuta muestra los "verdaderos" significados de un mensaje, como si los extrajera de las formas sensibles (palabras, formas, colores) o los creara. En cierto modo, los crea, pues los desvela. Hasta entonces, se hallaban sepultados. Actúa como el escultor, según la conocida concepción "miguelangelesca" del artista: éste se "limita" a liberar las formas latentes en los bloques de mármol. No esculpe, no introduce una forma en la materia, sino que desvela aquélla, desvistiéndola de su envoltorio material. "Interpreta" lo que el bloque de mármol -o la forma encerrada en él- le pide. Así, es como Miguel Ángel esculpió a los Esclavos, esclavos de la materia.

lunes, 21 de marzo de 2011

(Asignatura optativa). Resumen de la clase del martes 15 de marzo de 2011: La recta y la curva



El nombre del apóstol Tomás, el patrón de los arquitectos, significa gemelo (en hebreo) -el nombre de Tomás, en griego, Dídimo, también significa gemelo-.

La gemelidad conlleva la existencia de dobles. La familia de términos generados por "doble" incluye adjetivos como dúplice (engañoso), sustantivos como doblez (engaño), y verbos como doblar, duplicar y doblegar.

Se doblega, a base de fuerza, objetos resistentes y rectos, y voluntades. Tanto en un caso como en otro, algo se curva; en el caso de personas, éstas inclinan la cabeza, es decir, doblan el cuerpo.

Esgte gesto indica sumisión: Quién se entrega reconoce la superioridad física o moral de la persona ante la que se inclina. Se sabe o se reconoce más débil. En caso de enfrentamiento, no combate, sino que se entrega. Esa actitud contrasta con la del valeroso que se mantiene firme, erguido. Ni se sienta, si se rebaja o se encoge, sino que la posición recta simboliza su entereza, de nuevo física y moral. No tiene una actitud doble.


En las culturas antiguas y modernas, la recta y la curva han despertado imágenes antitéticas. Más allá del organicismo (que, por otra parte, evoca un retorno a un mundo "natural", "pre-urbano", salvaje -aunque sea el del "buen" salvaje), la línea recta, vertical u horizontal, ha expresado claridad de ideas y de intenciones, una actitud decidida, que va "directa al grano", sin recovecos ni ambigüedades. Rectos eran héroes como el griego Aquiles, quien combatía empuñando la espada, cara a cara, sin esconderla -lo que acontece cuando uno dobla el testuz-. Pero la rectitud y el ataque frontal también significan falta de cálculo, cierta imprevisión. Se puede llegar a cometer imprudencias si se es excesivamente franco, se se actúa movido por un pronto.


Por el contrario, la línea curva -tradicionalmente asociada a valores femeninos o afeminados-, es el resultado de un deambular de un lado para otro, como si no se supiera dónde ir, o se temiera ir en línea recta. Los andares en línea curva indican previsión (un borracho, un loco deambulan) y temor: Se camina dando rodeos, como si se retrasara la llegada a la meta, o se tuviera miedo de ésta.


El la Grecia clásica, el zorro era el animal que mejor ejemplificaba los andares ondulantes (el cuerpo, el tamaño del zorro se prestan bien a este movimiento), que se oponían al ataque directo del león.
 Un viejo zorro es una figura astuta, que cavila, no improvisa. Espera siempre el momento oportuno. Toma a su presa por sorpresa. Atacar por la espalda, un acto inconcebible para un héroe franco, no constituye problema alguno. No se busca combatir con las mismas armas. Un zorro es engañoso. Parece que retrocede, que abandona, cuando en verdad busca que la presa, viendo que su atacante gira, seda la vuelta y le da incluso la espada, baje la guardia. El ataque del zorro conlleva un doble (siempre este término) movimiento: retroceso y avance desviado.

El arma recorrida por esas dos fuerzas contrarias es el arco (término que visualiza una forma curva). No solo conjuga una asidera curvada unida a una cuerda recta, tensa, sino que el tiro al arco conlleva un movimiento de retroceso para poder disparar la flecha hacia adelante. Ésta, por otra parte, no se dirige en línea recta hacia la presa o la meta. Circula por los aires trazando un amplio arco. Se apunta hacia el cielo, hacia lo alto cuando, en realidad, se pretende alcanzar un objetivo en la tierra.
Finalmente, las flechas siempre se disparan desde muy lejos. Los enemigos pueden ni verse las caras. Tiene que mediar una prudente distancia entre ellos. Las flechas llueven del cielo sin que se sepa quién las ha disparado. Los arqueros, incluso, tienen que apoyar una rodilla al suelo para disparar mejor, como si fueran incapaces de mantenerse erguidos.

El arco, arma que contrasta con la espada de los caballeros. Arma de soldados plebeyos, quienes, además, disparan juntos, como si temieran luchar solos, como hacen los héroes. Ningún arquero puede reivindicar  un logro. Éste es anonimo. La flecha es una de las muchas que han sido proyectadas.

En la Grecia arcáica y clásica, se afirmaba que el arco era manejado por el ejército persa 8rival tradicional, temido y despreciado por los griegos); el héroe griego recurría a la lanza y a la espada.
Eso no es óbice para que dioses como Ártemis y Apolo (gemelos) empuñaran casi siempre el arco, un arma que solía ser considerada un atributo de Apolo, el dios de la arquitectura.
Mas, como veremos, Apolo -al igual que su hermana Ártemis- era conocido como una divinidad artera, temible y cruel, del que nadie se tenía que fiar. Como de cualquiera que nos puede sorprender, engañar, apuñalar por la espalda.

Félix de Azúa: Qué es Arquitectura












Si Leéis esas páginas (una definición de la Arquitectura, del Diccionario de las Artes, de Félix de Azúa -recomendado en la bibliografía-), os podréis ahorrar todas las clases de la Escuela. Ya podréis "ser" arquitectos, o saber de arquitectura, hacer arquitectura.

viernes, 18 de marzo de 2011

jueves, 17 de marzo de 2011

Lawrence (Larry) Jordan (1934): Visions of a City (1978)

Para ver este cortometraje, "clicar" en este enlace

Véase también este extraordinario cortometraje de animación del mismo artista: Carabosse (1980)


Carabosse -  Larry Jordan por Pigasus_Power

domingo, 13 de marzo de 2011

¿La imagen -el arte- puede incidir en el mundo -o cambiarlo?


TED Prize Winner JR & INSIDE OUT from TED Prize on Vimeo.

Enviado por David Capellas

(Asignatura optativa). Resumen de la clase del martes 8 de marzo de 2011


Los arqueólogos nunca querrán proclamarlo en voz alta, pero se encuentran a menudo enterramiento muy cerca de edificios en ruinas, o incluso debajo de los cimientos. ¿Enterramientos de fallecidos por muerte natural cabe un edificio sagrado o importante a fin de beneficiarse de su aura?; ¿muerte inesperada que obliga a un enterramiento apresurado no lejos de la vivienda -estando el camposanto lejos-? o ¿muerte forzada con vistas a un enterramiento próximo al edificio?

No todas tumbas situadas fuera de los cementerios corresponden a muertes violentas, ni todas éstas han sido provocadas intencionadamente -las defunciones pueden haber sido causadas por accidentes, peleas que han terminado mal, etc.-. Una parte, sin embargo, de dichos enterramientos no pueden corresponder sino a personas ejecutadas; sobre todo, si se trata de niños, de muchachos y de muchachas, de ancianos, de deficientes físicos o psíquicos, y de prisioneros (una condición más difícil de probar si no median restos de apresamiento). En estos casos, las ejecuciones, seguidos de un cuidadoso enterramiento, acompañado de ofrendas, en lugares inaccesibles como son los cimientos o los gruesos muros de una construcción, muy posiblemente correspondan a sacrificios rituales que forman parte, la parte más importante, de un rito de fundación. ¿Por qué? ¿A qué se debe que la construcción de un monumento tenga que suceder a la destrucción de una vida? La respuesta está en el mismo planteamiento de la pregunta: la creación tiene que suceder a la destrucción.
Para que la edificación tenga sentido, y sea necesaria y efectiva, tiene que aportar un remedio. La construcción o creación tienen que solventar un atentado a la creación; atentado que tiene que ser expiado, y reparado. La eliminación de una vida, de la vida, retrotrae el mundo a antes de su creación, cuando el caos reinaba. Se requiere entonces un acto de recreación o de refundación, un acto que restaure el orden; acto que se manifiesta en la construcción, no solo de un edificio o una ciudad, sino del mundo entero. El orden perdido se restablece. El edificio aparece así como la reposición de una vida, de la vida anteriormente negada.. La construcción ya no es un capricho, o no es inútil, sino, por el contrario, imprescindible si se quiere evitar que el caos se extiende.
Para que la edificación garantice la vida del mundo, necesita previamente estar animada. Los muertos no pueden proteger a los vivos. La animación de las estructuras (cimientos, muros) acontece gracias a la vida que es entregada. El sacrificio practicado no es inútil: actúa en beneficio de la obra que, súbitamente, cobra vida -al cobrarse una vida.  La víctima propiciatoria es enterrada a los pies de la construcción; ésta, por tanto, asciende desde la tumba; la vida es trasferida a la estructura; asciende desde las profundidades. Los muros tienen que alzarse y perdurar, ya que extienden e irradian la energía vital del ser sacrificado. De este modo, quienquiera que se albergue en el edificio estará a salvo; éste podrá asegurarle la vida, porque le entrega una parte de la vida que el sacrificado le ha comunicado.
Un sacrificio humano, animal o vegetal no es acto de barbarie sino, por el contrario, el fundamento de la civilización. Del mismo modo que el día nace de la noche, el crimen es el fundamento de la vida que retorna (para siempre).

(Asignatura troncal) Resumen de la clase del miércoles 9 de marzo de 2011


Joseph Beuys documentary from cordltx on Vimeo.





(Documentales sobre el hacer o el obrar de los artistas Joseph Beuys -alemán, en los años setenta- y Jackson Pollock -norteamericano, en los años cincuenta-)

Platón consideraba (de manera muy irónica) que el verdadero poeta era el que componía bajo la posesión de las Musas. Éstas le dictaban verdades que el poeta, en trance, y sin saber bien qué hacía ni qué decía, trasmitía oralmente o por escrito.
Esta concepción de la poesía, que postulaba que el creador era un ser superior, en contacto con potencias superiores habiendo sido escogido por éstas, existente en todas las culturas antiguas, y sobre la que Platón teorizó, fue retomada en el Renacimiento, y extendida a todos los artistas (poetas, pintores y arquitectos), ya que, de este modo, se separaban del tropel de artesanos que operaban concienzudamente, siguiendo la tradición e intentando no apartarse de ella, sin innovar, dando lugar a obras previstas y previsibles. Ante éstos aplicados artesanos, algunos artistas defendían que eran creadores similares al gran creador (a dios), y que sus obras eran siempre novedosas y sorprendentes, eran verdaderas creaciones, o creaciones verdaderas, llenas de vida, energía, fulgor -fuerza que potencias sobrenaturales les habían transmitido.

Con el Romanticismo esta visión de la creación se exacerbó. El artista (pintor o poeta) se convirtió en un verdadero demiurgo. Sus obras eran originales, y difíciles de interpretar. En tanto que ser superior, muy por encima del resto de los mortales y, desde luego, de los artesanos, sus creaciones eran portadoras de verdades a las que solo ellos habían llegado. El poeta, opinaba Rimbaud, era un vidente, cuyo poder y cuya capacidad trasmisora, le facultaba para alcanzar contenidos a los que los demás no llegaban. La obra dependía enteramente de él, era su hija, y el espectador solo podía esperar la buena nueva que el artista-vidente tenía a bien comunicarle.

Algunos artistas, tras la Segunda Guerra Mundial, y marcados por ésta, ante un mundo devastado por la técnica, se postularon como los portadores de la verdad. Eran misioneros, portavoces de la naturaleza o el espíritu -los espíritus-. Su arte era su acción. Actuando, obrando, revelaban contenidos, conceptos, ideas, hasta entonces ocultos u ocultados. La forma de expresarse era a borbotones; las formas -o la ausencia de éstas, de formas reconocibles, al menos- bien demostraba la trascendencia de lo que apelaban, descubrían o creaban, hechos o ideas hasta entonces inexploradas, desconocidas. Hurgaban en lo invisible: pulsiones, fuerzas, misterios. Solo ellos erran capaces de dar fe de lo que contaban.
Por tanto, la interpretación de sus obras tenía -o tiene- que atender a lo que han llevado a cabo. El espectador, en este caso, es un siervo que recoge verdades que le son graciosamente trasmitidas, y la obra significa lo que el creador ha querido comunicar.

Sin embargo, esta exaltación del poder creador del artista, el único en contacto con la verdad, se opone a las opiniones de quienes consideran que una obra sin espectadores o receptores no tiene, literalmente, sentido. Es un hacer sin sentido, que no alcanza a tener sentido alguno. Por tanto, la presencia activa o participativa de les espectadores es fundamental para que la obra de arte se dote de un sentido. Independientemente de lo que  el artista haya querido decir, el significado de la obra es desvelado por el receptor. Éste descubre lo que el artista ha querido decir, consciente o inconscientemente; o, incluso, descubre sentidos de los que el artista no era consciente, en los que no habría pensado jamás. La significación de la obra, su razón de ser, depende, en este caso, no del artista (al menos, no depende enteramente de él), sino del receptor que interpreta la obra. Existirían, entonces, tantos significados cuantos receptores hubiera. Cada uno animaría la obra, le encontraría contenidos ocultos para los demás (incluso para el propio artista). La forma, la estructura de la obra no sería "en sí" significativa, ya que lo que signifique dependería exclusivamente de la capacidad receptiva e interpretativa, de la atención que le prestase el espectador. La obra solo existiría para y por él; las antiguas fuerzas ocultas que utilizaban al artista para comunicarse habrían pasado de ser divinidades o espíritus a ser los receptores. Los artistas operarían para que aquéllos desplegaran sus capacidades interpretativas. Un texto o una obra solo tendría sentido, solo adquiriría sentido, gracias a mi lectura.

Entre la estética de la creación y la de la recepción (postulada a finales de los años setenta), entre la defensa del artista o del espectador como responsable único de la obra, o de su significación, algunos teóricos sostienen que es necesario un trabajo conjunto. El artista ni el espectador tienen libertad total para expresarse. Las obras de arte están marcadas por la época. No solo interpretamos en función de nuestros conocimientos y nuestros prejuicios, lo que esperamos, lo que ya sabemos, sino que el artista también está condicionado por la cultura de la época en la que crea. La obra de arte, entonces, reflejaría tanto el mundo del artista cuanto del receptor. Conocer, entonces, el medio en que fue creada una obra ayudaría quizá a interpretarla mejor, sabiendo que nuestros criterios también limitan su significado.

Tener nociones sobre el trabajo del artista quizá nos ayude a saber lo que quiso decir, o lo que obra dice. ¿De dónde vienen esos datos que deberíamos saber antes de abordar -y para abordar- la interpretación de la obra?

Julian Biggs: 23 Skidoo (1964)



Retrato de la ciudad y la "vida" urbana tras...

Sobre este célebre documental véase este enlace

sábado, 12 de marzo de 2011

Asignatura troncal: La imagen del espacio construido y habitado (o deshabitado)

Por sugerencia de Albert, dos maneras de reflejar nuestra relación con el espacio construido (urbano y suburbano):

un célebre corto de animación (The House that Jack Built, de Ron Tunis), seleccionado para los Oscar en 1967, en el que el hábitat se pone en relación con los del resto de los humanos, y de seres fantásticos (ogros, quizá),

una obra pionera del género del video-arte (de Steina y Woody Vasulka), en la que música e imagen se unen para ofrecer una imagen fantasmagórica de un espacio urbano anónimo (no se puede ver directamente esta obra -de difusión restringida como casi todo el video-arte-, sino que se tiene que "clicar" en este enlace y seleccionar el video:  In Search of the Castle de 1981) y,

se incluye también quizá el cortometraje más célebre y polémico (el terrorífico Rendez-vous, de 1978, de Claude Lelouch) de la historia que retrata (una carrera enloquecida por) un París desierto, hoy imposible de realizar.


En el blog Tocho (www.tochoocho.blogspot.com) se pueden encontrar más muestras de representación arquitectónica y urbana (videos, video-arte, animaciones), aunque algunas aparecen en el presente blog de la sección de Estética





Asignatura troncal: El imaginario del espacio doméstico



jueves, 10 de marzo de 2011

(Asignaturas troncal y optativa de estética) Laura Vilar e Iker Arrúe (Compañía CobosMika), Cuarteto Gerió: Milonga del Ángel (Piazzolla), Salt, 2009



Laura Vilar e Iker Arrué  han participado en el ciclo de conferencias Los Novísimos, en el Institut d´Humanitats & Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), febrero-marzo 2011.

miércoles, 9 de marzo de 2011

(Asignatura troncal: práctica) Augustin Gimel: Din 16538/39 (Paris) (1999)


Din 16538/39 (Paris) / A. GIMEL por VIDEOFORMES

Una manera de retratar la ciudad, de ordenar las imágenes

martes, 8 de marzo de 2011

(Asignatura troncal): José Luis Borges: "Pierre Ménard, autor del Quijote", Ficciones (1944)

Cuento instructivo para tratar el tema de la relación entre historia y estética, y de la significación de la obra de arte, dependiente o no de la época en que fue creada.

(Nota: si alguien sabe cómo componer el texto correctamente...)



PIERRE MENARD, AUTOR DEL QUIJOTE.
De su libro Ficciones (1944).
(Texto completo)
                                                                                       A Silvina Ocampo

        La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por
lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri
Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia «protestante» no es un
secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores -si bien estos
son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos-. Los amigos auténticos de
Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos
reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de
empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.

         Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no
me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos
vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar
las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del
principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda
con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de
sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son
sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la
revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son
insuficientes.

          He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con
esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:

a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La
conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de
conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente
destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de
Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno
de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por
rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del
juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole..
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con
ejemplos de Saint-Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre
de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes,
Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade
(Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d un problème (París, 1917) que discute en orden
cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos
ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como
epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y
renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F., marzo
de 1921). Menard -recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones
sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F.,
enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el
reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la
amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» -la
locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio- que anualmente publica
esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al
mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón
misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o
apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación. (1)

                            (1) Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

             Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba- a chelier) la obra visible de Menard, en
su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica,
la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la
más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de
la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal
afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota. (2)

                             (2) Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

             Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico
de Novalis -el que lleva el número 2.005 en la edición de Dresden- que esboza el tema de
la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios
que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall
Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles,
sólo aptos -decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor)
para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son
distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el
famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso
Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un
Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

             No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino «el» Quijote. Inútil agregar que
no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su
admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y
línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.

            «Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934
desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica -el mundo
externo, Dios, la causalidad, las formas universales- no es menos anterior y común que
mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables
volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.» En
efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.

               El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español,
recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de
Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió
ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero
lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa
era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste
era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le pareció
una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos
arduo -por consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al
Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso,
le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese
prólogo hubiera sido crear otro personaje -Cervantes- pero también hubiera significado
presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se
negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil, esencialmente -leo en otro lugar de la
carta-. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo imaginar que
la terminó y que leo el Quijote -todo el Quijote- como si lo hubiera pensado Menard?
Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI -no ensayado nunca por él- reconocí el estilo
de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la
dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo
a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

                Where a malignant and a turbaned Turk...

           ¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español,
no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto
esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que
engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto.
«El Quijote -aclara Menard- me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo
diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

                Ah, bear in mind this Barden was enchanted!

o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote.
(Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las
obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su
escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal
vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no
intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea, las
Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje
del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia,
puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada
esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es
harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración
del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del
lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente
su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera
me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a
sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A
esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios
del siglo Xvii era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es
casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos
hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»

              A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el
de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre
realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de Carmen
durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa
elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las
elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de
fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela
histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

               No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el
XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las
armas y las letras». Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y
posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas.
Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre
Menard -hombre contemporáneo de La Trahison des clercs y de Bertrand Russell-
reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable
y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente)
una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa
tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta,
que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o
irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él.
(Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de
Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el
segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la
ambigüedad es una riqueza.)

         Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por
ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):

... la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa
enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

            La historia, «madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de
William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su
origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que
sucedió. Las cláusulas finales -«ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir»- son descaradamente pragmáticas.

          También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard -extranjero
al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el
español corriente de su época.
           No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio
una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo -cuando no
un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es
aún más notoria. El Quijote -me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es
una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo.
La gloria es una incomprensión y quizá la peor.

           Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de
ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las
fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus
escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los
borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.(1) No permitió
que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado
reconstruirlas.
                             (1) Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.

             He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el
que deben traslucirse los rastros -tenues pero no indescifrables- de la «previa» escritura
de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el
trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
             «Pensar, analizar, inventar -me escribió también- no son actos anómalos, son la normal
respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar
antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis
pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de
todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.»

              Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte
detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las
atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea
como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure a madame Henri
Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los
libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de
Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

                                                                                                       Nîmes, 1939
        PIERRE MÉNARD, AUTOR DEL QUIJOTE, de José Luis Borges

sábado, 5 de marzo de 2011

Resumen de la clase troncal del 3 de marzo de 2011


¿Francisco de Goya? El coloso






¿Andy Warhol?, o ¿Elaine Sturtevant?

¿Elaine Sturtevant, o Andy Warhol?

¿Importa?


Escribía Quim Monzó no hace mucho que, un das, unos chinos, extasiados ante la Casa de las Puntxas (de Puig y Cadafalch) en Barcelona, le preguntaron, excitados, si era realmente una obra de Gaudí. Ante tal entusiasmo, Monzó no se atrevió a decepcionarles. Era sin duda, como bien habían descubierto, la obra maestra de Gaudí. Y los chinos se fueron tan contentos.
Si hubieran sabido la verdad, es muy posible que su admiración por este edificio hubiera menguado considerablemente.

La historia del arte está repleta de obras cuyo prestigio aumenta o disminuye, que entran o son expulsadas de los libros de historia, en función de los resultados de la investigaciones sobre su autoría. Recientemente, "El Coloso, hasta entonces una obra maestra de Goya, sufrió un duro golpe, cuando algunos estudiosos demostraron, a través del estudio de los rasgos estilísticos, los materiales empleados, etc., que no podía ser atribuido a Goya. Fue un duro golpe para el Museo del Prado, que perdía una de sus obras emblemáticas. Ya nadie se detenía ante ella: la cartela cambió; el artista ya no era Goya; ya ni siquiera el cuadro podía estar expuesto en la privilegiada zona dedicada a Goya. Y, sin embargo, hace un mes, nuevos estudios, han devuelto a este pintor  su responsabilidad sobre esta obra, la cual vuelve a presidir la estancia, ante la admiración de los visitantes.

Se ha dicho a menudo que la mejor manera de apreciar el arte es no saber nada, u olvidarse de todo lo que sabemos sobre las obras que vamos a ver o escuchar. Muchos viajeros prefieren no leer guías turísticas a fin que su percepción y aprecio del arte no esté condicionado; buscan un encuentro directo con éste.

¿Es posible?

¿Qué datos pueden alteran mi percepción? El nombre del autor y la fecha son, posiblemente, dos datos, que la historia de arte brinda (a menudo, tras muchos esfuerzos), que pueden incidir en mi apreciación.  El Coloso, sea de quien sea, no ha variado. La obra sigue siendo la misma. Pero, ¿mantiene el interés del público, lo atrae del mismo modo, y aquél espera lo mismo, si sabe que es una obra maestra de Goya o de Asensio Juliá, que casi nadie conoce. ¿Perderemos tiempo en ir a ver una obra de este oscuro artista? Y, si la contempláramos, ¿nos deslumbraría? Si nos llamara la atención, ¿no sería porque nos recordaría a "un" Goya, peses a que posiblemente, lo encontráramos inferior a cualquier pintura negra del pintor zaragozano?

Del mismo modo, una colorística efigie de Marylin, de Andy Warhol, es una cumbre del pop art, del arte moderno o contemporáneo. Los coleccionistas y los museos se arruinan para obtenerla. ¿Qué ocurre cuando descubren que es obra de Elaine Sturtevant -una artista, aún viva, mucho menos conocida? Del mismo modo, sus seguidores, ¿se alegrarían si descubrieran que, por equivocación, han pagado fortunas para acabar teniendo "un" Warhol?

Ambas "Marylines" son formalmente idénticas. Sturtevant -cuyo arte consiste en pintar como otros artistas, pintando los motivos más conocidos de éstos- logró que Warhol le cediera las planchas serigrafiadas que utilizaba (o que sus ayudantes utilizaban), así como los pigmentos empleados. Por tanto, la obra de Warhol y de Sturtevant es indistinguible. Materiales, técnicas, procedimientos son los mismos. El resultado es, necesariamente el mismo. Se dice incluso que "los" Warhol" más "warholianos" son obra de Sturtevant. ¿Son apreciados del mismo modo? Muchos coleccionistas y "entendidos" del arte, desechan "Marylines" que tienen ante los ojos o que han comprado, cuando descubren que son obra de Sturtevant. Devuelven la pintura. Ya no les interesa; ya no la disfrutan. ¿Quién se lo reprocharía?

¿Cuántas obras, de arte y de arqueología, no son del autor o  de la época inicialmente pensados? Un fetiche egipcio puede fascinar. Los críticos valoran su magia, la perfección de las formas y de su fabricación. Sin embargo, de pronto, el fetiche pierde cualquier atractivo a gracias cuando se comprueba que ha sido fabricado ayer. El conocimiento del dato sobre la autoría y la época altera nuestro juicio. Un garabato se convierte en una obra admirable o digna de ser contemplada o estudiada si se descubra que es de Leonardo; si es de un estudiante actual acaba en la papelera; de un artista renacentista anónimo o desconocido, en las reservas de un museo de donde no saldrá nunca. Pierde toda "gracia".

Esos datos incumben a la historia del arte,. Sin ellos, la interpretación de la obra, a cargo de la estética o la teoría del arte, se tambalea: es aproximada o imposible. No se sabe bien cómo abordar la obra, cómo juzgarla. Por otra parte, el mensaje que encierra necesariamente es distinto -aunque la forma sea idéntica: un artesano de hace cinco mil años no puede querer decir lo mismo que un escultor actual, incluso si pertenece a una tribu "primitiva".  Pero mi lectura de la obra tiene que tener lugar partiendo de ésta. Por tanto, tengo que ser capaz de reconocerla, de identificarla. Sino, ocurre lo mismo que cuando me dirijo a una persona equivocada, es decir a una persona que confundo con otra: el diálogo es imposible, o es absurdo: no hay comunicación posible.