sábado, 24 de marzo de 2012

Alain Resnais (1922): Guernica (1950)



... o cómo una interpretación de una obra de arte ("Guernica", de Pablo Ruiz Picasso, de 1937) da lugar a -o se manifiesta a través de- otra obra de arte (en este caso, de un género distinto al de la obra interpretada), el célebre documental de Alain Resnais (1950).

Texto del poeta Paul Éluard. Lectura de la actriz María Casarès.

domingo, 18 de marzo de 2012

Resumen parcial de la clase del miércoles 14 de marzo de 2012: La cara oculta de la belleza.





El filósofo Emmanuel Kant (s. XVIII) distinguía entre las cosas agradables o bonitas, y las cosas bellas. Las primeras gustaban. Su única función era placer. Atraían, excitaban los sentidos, daban cumplida satisfacción a una pulsión. Las segundas, sin embargo, todo y placiendo, daban que pensar. Las personas consumían cosas agradables. El sentido más utilizado era el gusto, precisamente. Estas cosas saciaban. Eran utilizadas cuando se las necesitaba. Pero, una vez usadas o ingeridas, eran olvidadas. Las cosas bellas, sin embargo, dejaban un poso. Se volvía una y otra vez a ellas, a la experiencia que se había tenido al encontrarse con ellas. Uno las recordaba, pensaba en ellas, en su apariencia o físico y en lo que podía significar. La inteligencia, innecesaria en el encuentro con lo agradable, entraba en juego cuando la belleza era contemplada. Uno se sentía más inteligencia tras el encuentro, como si se hubiera aprendido algo, si bien, la función educativa de una cosa bella no era evidente. Ésta apelaba a la inteligencia sin que las personas se hubieran dado cuenta, sin que hubieran tenido una clara conciencia. La función de las cosas bellas, o de lo bello, era placer o complacer, ciertamente, pero buscaba algo más, que acontecía mientras placía: daba lugar o dejaba paso a una reflexión, lo que literalmente significa que invitaba a una vuelta a considerar, a reconsiderar el objeto bello contemplado, que no era olvidable, que despertaba no solo la imaginación, sino la mente.

Para Kant, lo que diferenciaba las cosas bellas de las agradables o bonitas, era precisamente, un cierto contenido "intelectual", expresado a través de una apariencia bella. La obra bella era saboreada, y dejaba un cierto "gusto"; marcaba. Educaba o fomentaba el gusto. Precisamente esa capacidad educativa, la capacidad de transmitir valores, nociones o ideas, era lo que lograba la obra bella, tanto natural cuando humana.  Pero esa transmisión se realizaba a través de algo parecido a un juego. En ningún momento, se tenía la sensación de estar estudiando a aprendiendo, sino solo  distrayéndose. pero, durante este ejercicio de distracción, a través el placer que las obras bellas producían, se entraba en contacto con unos contenidos que, por otra parte, no hubieran podido ser descubiertos, al menos de manera tan efectiva o "formativa", si no era a través del juego de seducción al que la obra bella invitaba. Actuaba de señuelo para hacer pensar (sin dejar de atraer).

Una generación más tarde, ya a principios del siglo XIX, los teóricos de las artes, intuyeron que la diferencia entre lo agradable y lo bello, lo que otorgaba cierta profundidad o misterio a la belleza, que invitaba a detenerse ante ella y a pensar en ella, en lo que podía  significar o esconder, era una cara oculta, de la que lo agradable carecía: éste era evidente, por tanto olvidable o prescindible, una vez usado. Los efectos que lo agradable causaba eran fugaces. Daban una satisfacción física, sin más. Mas, lo bello, de algún modo, despertaba la curiosidad, inquietaba incluso. ¿Qué tenía, o qué escondía? ¿Qué había, por ejemplo, tras la sonrisa de la Mona Lisa?

Un teórico de las artes inglés del siglo XIX, Walter Pater, especuló sobre el turbio carácter de la Gioconda. Sostuvo que su sonrisa, siempre calificada de enigmática, escondida un pozo sin fondo, un carácter cruel, abismal. Quien quedaba fascinado por la sonrisa de la Gioconda podía perderse; estaba perdido. La hermosa sonrisa era una trampa que abocaba a placeres prohibidos, o a males.

Las reflexiones de Walter Pater eran propias de un romántico. Para los románticos, la belleza estaba asociado a lo terrible, o lo feo. La belleza velaba o disimulaba la fealdad; también actuaba de señuelo. La fealdad no era ajena a la belleza, sino que hacía parte de ella. No solo ocurría que la fealdad podía ser bella, sino que estaba unida a ella. Sin unas dosis de fealdad, la belleza era dulzona; empalagaba; la fealdad aportaba la dureza que convertía el encuentro con un objeto bello en una experiencia inolvidable; y peligrosa. Inolvidable puesto que peligrosa. Y que, por tanto, fortalecía el ánimo; edificaba.

Mas, no fueron los románticos los primeros que descubrieron que la belleza y la fealdad no eran categorías o cualidades antitéticas u opuestas. Ya los mitos griegos explicaban que el paradigma de la belleza, la diosa de la belleza, Afrodita (o Venus, en Roma), presentaba lados inquietantes y ocultaba un pasado terrible. Afrodita estaba unida a Ares, el dios de la Guerra, o a Hefesto (Vulcano), un dios cojo, feo, el dios de la forja, deformado por el calor del fuego y el esfuerzo que tenía que llevar a cabo para templar las pesadas armas y los apeos de metal.
Por otra parte, si la diosa Armonía era hija de Afrodita, habiendo heredado el lado luminoso de la diosa de la belleza, Deinos y Fobos, el Temor y el Terror, divinidades espantosas, eran también hijos suyos.
Por fin, todo el mundo sabía, aunque no se podía contar (sostenía el filósofo Platón), que Afrodita era el fruto de la castración de su padre, el Cielo (Urano), por su hijo (hermano de Afrodita), Cronos (Saturno). El nacimiento de Afrodita había implicado la atroz mutilación de su padre, incapaz, desde entonces de procrear, de dar a vida. Su semen, vertido por los genitales mutilados, se había repandido por la mar, de la que Afrodita había emergido. Su cuerpo excesivamente hermoso hacía olvidar lo que acababa de ocurrir, pero también deslumbraba tanto, es decir cegaba, que constituía una amenaza, que recordaba el daño inmenso inflingido a su padre. La belleza podía herir o matar, al igual que la fealdad.

Florence Miailhe: Conte de quartier (Cuento de barrio) (2006)

Jim Brown & Gary Burns: Radiant City (2006)

domingo, 11 de marzo de 2012

(Resumen parcial de la clase del miércoles 7 de marzo de 2012): Arte y categorías estéticas. De la gamuza a Lady Gaga





Las cualidades o categorías estéticas, tales como la belleza y la fealdad, fueron asociadas a las obras de arte, especialmente a las artes plásticas (pintura y escultura), y no solo o no tanto a las formas naturales, a las que hasta entonces cualificaban, a mediados o finales del siglo XVIII.
Este momento vio aparecer los primeros tratados de estética, dedicados a reflexionar sobre qué era el arte y cual era su función. Las obras de arte fueron consideradas un tipo muy particular de objetos, que ni eran gratuitos o caprichosos, pero que que tampoco tenían una función clara o evidente. Servían para transmitir contenidos, ideas, de modo tal que no se notara en exceso esta voluntad didáctica. Por otra parte, el placer sensorial primaba sobre la capacidad transmisora del arte. La obra tenía que ilustrar y placer: ilustrar o educar placiendo o complaciendo, o placer sin dejar de transmitir ideas. El gusto y la reflexión, el placeres sensible e intelectual, eran las metas de las obras de arte.
Desde luego, la finalidad didáctica no tenía que ser obvia ni evidente, pero la capacidad de apelar a los sentidos, y de excitarlos, tampoco tenía que ser ostentosa. Kant, bastante puritano, considerada que las obras de arte tenían que ofrecer un "placer desinteresado", cumpliendo una "finalidad sin fin". Las obras de arte tenían una razón de ser: ser mediadoras entre el mundo de las ideas y los espectadores, ponerles al alcance determinadas verdades o contenidos de manera atractiva o curiosa, pero estas razones no podían pregonarse, como si las obras de arte fueran simples o banales anuncios. Tampoco tenían que ofrecerse como simples señuelos a los sentidos. Las obras tenían que satisfacer a la imaginación y a la razón, dando placer y dando qué pensar, sin que estas funciones, que afectan al intelecto y a los sentidos, respectivamente, dominaran.
Para que las obras de arte cumplieran con este nuevo cometido (la educación sensible) tenían que dotarse de propiedades tales que lograran llamar la atención de los espectadores. Para este fin, las obras de arte tuvieron que aliarse con unas cualidades con las que anteriormente habían estado ya en contacto, sin que, empero, esa asociación hubiera sido juzgada necesaria ni siquiera conveniente. Las obras de arte, a partir de finales del siglo XVIII, se dotaron de cualidades tales como la belleza o la fealdad, con las que atraían o repelían, esto es, mantenían los sentidos de los espectadores en alerta, para que, a partir de este momento, empezaran a cavilar sobre las razones de ser de la obra, de su posible significado.
La estética se convirtió en una nueva manera de relacionarse con el obrar humano: se valoraba su apariencia, la relación que mantenía con la esencia o el contenido, y se estudiaba qué condiciones se tenían que cumplir para que la obra fuera enjuiciada correctamente, haciéndole decir lo que podía decir.

Esta manera de considerar la obra de arte como depositaria de cualidades sensibles (belleza, fealdad, etc.) era nueva.
Hasta entonces, bellos o feos eran las formas naturales: paisajes, personas, divinidades, etc. Incluso Kant, autor de una de las primeras estéticas, aún dudaba sobre qué tipo de entes, naturales o artificiales (y, en este caso, cuáles, si pertenecientes a las bellas artes, o a las artesanas), eran los más aptos para ser calificados de agradables o desagradables.

Las obras de arte, desde la Grecia antigua hasta el siglo XVIII, comprendían dos tipos de objetos: útiles e imágenes.
Ambos eran obra de artistas, unas personas que, en el primer caso hoy llamaríamos artesanos. Ni siquiera todos los productores de imágenes, sobre todo en la antigüedad, eran artistas, tal como lo entendemos hoy, sino que eran magos o hechiceros, pues eran capaces de producir efigies (pintadas, modeladas, esculpidas) dotadas de propiedades que las convertían en fetiches o amuletos  dotados de ciertos poderes (de complacer, satisfacer, impresionar, inquietar, aterrorizar, etc.) -poderes que, hoy, tienen los objetos mágicos, ciertas artes de la imagen, y algunas estrellas del deporte y el espectáculos, consideradas como diosas o divas.

Los útiles (que fabricaban los herreros, los joyeros, los ceramistas, los tejedores, los carpinteros -entre los que se hallaban los arquitectos o constructores-, etc.) tenían una finalidad clara: mejorar la relación del ser humano con el entorno. Le proporcionaban unos objetos tales que facilitaban el trabajo. Las tareas del campo, domésticas o de la guerra estaban facilitadas o permitidas gracias a determinados apeos o útiles, bien adaptados tanto a la mano, el brazo o el cuerpo, como al entorno que iba a ser alterado por la acción del ser humano: el cultivo de la tierra, el encendido de la lumbre, la elaboración de los alimentos, la defensa ante los peligros, etc.
En sociedades más primitivas o arcaicas no es descartable que la acción de los útiles estuviera favorecida o facilitada por determinadas propiedades mágicas obtenidas por la inclusión de imágenes, el uso de determinados materiales y procedimientos, etc. Es decir, un útil como un arado, tenía que lograr que la tierra arada diera frutos. Para eso, el útil tenía que adaptarse a la mano y a la tierra. Pero los hombres del pasado quizá creyeran que la efectividad del útil dependiera también de ciertos conjuros. El artesano podía también ser un mago, al menos en culturas arcaicas.

Las imágenes los objetos que hoy (desde finales del siglo XVIII) clasificaríamos dentro del grupo de las bellas artes (pinturas, esculturas, dibujos, principalmente) también tenían que ser útiles antes que estéticas. Se considera incluso que una apariencia excesivamente atractiva, armonioso, seductora podía ir eh detrimento de la función de las imágenes: transmitir, sin ambigüedad determinados valores o nociones que sociedades mayoritariamente iletradas no alcanzaban a través de textos. La imagen suplía la función del texto. Advertía, informaba, educaba, aleccionaba. La preocupación del pintor o del escultor tenía que ser la legibilidad de la obra, no su belleza. El cuidado de la apariencia podía ser dañina. De hecho, la censura religiosa, la Santa Inquisición, se esforzaba por controlar la producción de imágenes (cuadros, esculturas, grabados), y determinada qué tenía que ser representado y cómo. Las imágenes estaban al servicio de la política y la religión. No se buscaba en absoluto contentar, placer, gustar a los espectadores.

Finalmente, las artes de la palabra,el gesto (teatro, danza) y la música, que hoy pertenecen al grupo de las bellas artes, junto con la pintura y la escultura (amén, hoy, de la fotografía, el cine, el videoarte, el net-art, etc.), estaban, en general, más cerca del ritual que de la representación artística. Quienes las practicaban eran, ya sea esforzados artesanos de la palabra o la música, ya sea, magos, sacerdotes o hechiceros en contacto con fuerzas o figuras que les arrebataban, les inspiraban y les comunicaban lo que tenían qué hacer y qué decir. Un músico, un poeta o un actor era considerado un ser aparte, que poco o nada tenía que ver con el artesano que ponía su esfuerzo o su talento para producir útiles o imágenes lo más legibles y claras posibles. Por el contrario, las artes poéticas y musicales eran, a menudo, enigmáticas, misteriosas, incomprensibles, tal como son todas las producciones mágicas fruto de una posesión, un rapto o un trance, y no un dedicado, esforzado y lúcido trabajo.

Las obras de arte existen desde siempre: es decir, existen objetos que fueron obras artesanas o mágicas y que hoy consideramos como obras de arte, obras que no tienen que aleccionarnos ni servirnos, sino atraernos, interesarnos, ofreciéndonos, sin que sea excesivamente obvio o evidente, ventanas a otros mundos, nuevas perspectivas sobre el mundo y sobre nosotros. 

lunes, 5 de marzo de 2012

Rectificación sobre el inicio del curso La arquitectura no tiene lugar, en el CCCB

Debido a una confusión, el seminario La arquitectura no tiene lugar, organizado por el Institut d´Humanitats, que va a tener lugar en una aula del Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), empieza:

hoy, lunes 5 de marzo, a las 19 horas (y no martes.... 5 de marzo).

Las cuatro sesiones tendrán lugar siempre los lunes. Durarán entre una y una hora y media.

La esión inaugural corre a cargo del artista plástico David Bestué (quien actualmente expone en una antológica de su obra junto a Marc Vivés, en Caixaforum de Barcelona, entre las que destaca el célebre video Acciones para la casa)

Lamento esta confusión.

Hagamos caso de la web del CCCB y no del díptico editado por el Institut d´Humanitats que presenta este error.

Un atento saludo

Pedro

sábado, 18 de febrero de 2012

Obra de arte: ¿la forma material es necesaria?



John Cage (1912-1992): 4´33´´ (1952)



Yves Klein (1928-1962): arquitectura de aire (1958)




Vides: exposición antológica en el Centro Georges Pompidou, París (2009)

Independientemente que la estética o teoría del arte reflexione sobre las condiciones que se tienen que dar para que el espectador pueda interpretar una obra de arte, o pueda entrar en contacto con un objeto, natural o artificial, para descifrarlo, como si fuera portador de algún contenido, o sobre cómo se tiene que disponer el sujeto para enjuiciar una obra, o reflexione sobre lo qué es y lo qué significa una obra de arte, lo cierto es que ésta tiene que ser perceptible: es decir, tiene que tener una cierta materialidad. Las obras de arte sin forma material (lo que es distinto a una obra informe) no pueden ser apreciadas o reconocidas y, por tanto, no pueden ser enjuiciadas.

¿Es eso cierto? Este postulado se cuestionó de dos maneras, dando lugar a dos tipos de obras o situaciones.

Por un lado, algunos artistas, llamados conceptuales, desde finales de los años sesenta hasta mediados de los setenta, sostuvieron que las obras de arte se caracterizaban por la presencia de una idea que no podía ser mediatizada (distorsionada) por forma material alguna. La obra era una idea. Y la idea era un enunciado. Enunciado que se transmitía oralmente o a través de un texto. Este enunciado decía que la obra era: la realización de una acción, siempre mínima o intrascendente, en la que, a menudo, el artista se implicaba.
Este tipo de situación también se dio en arte neo-dadá (dada el nombre risible de un arte burlesco, sarcástico, posterior a la Primera Guerra Mundial, que ponía en solfa una visión trascendente de la vida y el arte, mostrando, de manera descarnada y caricaturesca, lo absurdo de la vida, a través de bromas, chanzas, acciones ridículas, etc., un tipo de arte que fue retomado a finales de los cincuenta y en los años sesenta, precisamente tras la Segunda Guerra Mundial, en reacción también contra el tremendismo y la trascendencia del Exptresionismo Abstracto norteamericano). Pero para un artista neo-dada, como los que formaban parte del grupo Fluxus, las acciones, mínimas, daban lugar a una obra. Ésta podía, tenía que ser pobre, estar hecha con materiales de deshecho o de derribo, pero era una obra (material), al fin, como las pinturas o las esculturas de chocolate del artista suizo Dieter Roth (expuesto en la colección permanente del MACBA).

Los artistas conceptuales descubrieron entonces que los enunciados (mentales, orales u escritos -para los que la transcripción en papel no era una obra de arte: ésta solo consistía en el contenido, no la escritura, de un enunciado) no podían ser valorados en tanto que obras de arte, si no se podían enjuiciar. Era necesario que existieran testimonios gráficos o escritos de que dicho enunciado o idea había "tenido lugar", que el artista había ideado una acción. mientras la "idea" no era comunicada, nadie podía enfrentarse a la obra.
Eran, entonces, necesarios pruebas gráficas que la idea había sido anunciada, que la acción había tenido lugar. Los artistas conceptuales, empero, sostuvieron que todo esta material gráfico y escrito, no eran obras de arte, sino simples documentos de apoyo; documentos que se referían a una obra de arte imperceptible. Así, este material, tenía el mismo estatuto que una reproducción fotográfica de una obra de arte, que da cuenta de la existencia y el aspecto de ésta, pero no la sustituye. El contacto directo con la obra de arte, durante el que se puede emitir un juicio o teorizar o reflexionar sobre la obra, es imprescindible. por tanto, los documentos solo pueden dar una "cierta idea" de lo que la obra es o representa. En tanto que documentos, éstos pueden ser intercambiados o sustituidos.
El problema surge cuando ya solo quedan los documentos (porque las obras han desaparecido o porque nunca han tenido una existencia física). En este caso, el estatuto del documento se vuelve ambiguo, porque siempre cabe la tentación de considerarlo como una obra de arte. Es lo que ocurre, pese a la oposición teórica de los artistas conceptuales, con las pruebas de las acciones que emprendieron o idearon hace cuarenta años.

Existe otro tipo de arte invisible. Éste se dio antes que las obras conceptuales, tras el ruido y la furia de la Segunda Guerra Mundial. Son obras materiales, sin duda, pero cuya materia se adecua al tipo de contenido o referente externo, al tipo de tema tratado. Son obras invisibles, hechas con una materia impalpable, como el aire o el silencio, porque quieren representar el vacío o el silencio. Es ciuerto que esta actitud puede ser considerada pueril, como si el silencio solo pudiera representarse con silencio, o el vacío con la ausencia de formas. El arte siempre tiene un poder transformador o transfigurador. Crea símbolos, es decir formas que representan no necesariamente de manera mimética. El silencio, en la antigüedad, se representaba o simbolizaba por una figura masculina joven, el dios del silencio, cuya figura, precisamente, causaba o imponía silencio.
Pintores como Klein o Manzoni, o músicos como Cage, sin embargo, quisieron crear obras que fueran un fiel reflejo, un testimonio veraz del contenido o tema que querían tratar. Nunca negaron la materialidad de sus creaciones: éstas unían una idea y una forma material. las partituras de Cage estaban perfectamente pautadas, construidas, y las obras de Klein estaban bien definidas, y las condiciones de exposición, bien enunciadas. El espectador tenía que mantener las distancias y comportarse como el espectador se tiene que situar y actuar ante una obra de arte "tradicional": contemplándola con un cierto interés, dejándose fascinar por ella, sin dejar de pensar en ella. Pero, las obras eran invisibles, porque lo invisible era su tema. La materia buscaba era impalpable, ya que los artistas consideran que ésta era la mejor "manera" de sugerir lo que la obra representaba.
En el caso de Cage, además, el silencio de la composición, el silencio que la obra instauraba, permitía, paradójicamente, escuchar sonidos que habitualmente son silenciados o son imperceptibles: los ruidos de los cuerpos que se descubren cuando todo está en silencio, el ruido o la pulsión de la vida, que, según Cage, podía dar lugar a una composición tan perfecta o compleja como la composición musical más meditada. Este rumor solo se podía revelar cuando todo se acallaba, silencio que se imponía cuando la audición de una obra silenciosa. Una concepción que derivaba de las lecciones zen que Cage siguió en los años cincuenta.