sábado, 12 de marzo de 2011

Asignatura troncal: La imagen del espacio construido y habitado (o deshabitado)

Por sugerencia de Albert, dos maneras de reflejar nuestra relación con el espacio construido (urbano y suburbano):

un célebre corto de animación (The House that Jack Built, de Ron Tunis), seleccionado para los Oscar en 1967, en el que el hábitat se pone en relación con los del resto de los humanos, y de seres fantásticos (ogros, quizá),

una obra pionera del género del video-arte (de Steina y Woody Vasulka), en la que música e imagen se unen para ofrecer una imagen fantasmagórica de un espacio urbano anónimo (no se puede ver directamente esta obra -de difusión restringida como casi todo el video-arte-, sino que se tiene que "clicar" en este enlace y seleccionar el video:  In Search of the Castle de 1981) y,

se incluye también quizá el cortometraje más célebre y polémico (el terrorífico Rendez-vous, de 1978, de Claude Lelouch) de la historia que retrata (una carrera enloquecida por) un París desierto, hoy imposible de realizar.


En el blog Tocho (www.tochoocho.blogspot.com) se pueden encontrar más muestras de representación arquitectónica y urbana (videos, video-arte, animaciones), aunque algunas aparecen en el presente blog de la sección de Estética





Asignatura troncal: El imaginario del espacio doméstico



jueves, 10 de marzo de 2011

(Asignaturas troncal y optativa de estética) Laura Vilar e Iker Arrúe (Compañía CobosMika), Cuarteto Gerió: Milonga del Ángel (Piazzolla), Salt, 2009



Laura Vilar e Iker Arrué  han participado en el ciclo de conferencias Los Novísimos, en el Institut d´Humanitats & Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), febrero-marzo 2011.

miércoles, 9 de marzo de 2011

(Asignatura troncal: práctica) Augustin Gimel: Din 16538/39 (Paris) (1999)


Din 16538/39 (Paris) / A. GIMEL por VIDEOFORMES

Una manera de retratar la ciudad, de ordenar las imágenes

martes, 8 de marzo de 2011

(Asignatura troncal): José Luis Borges: "Pierre Ménard, autor del Quijote", Ficciones (1944)

Cuento instructivo para tratar el tema de la relación entre historia y estética, y de la significación de la obra de arte, dependiente o no de la época en que fue creada.

(Nota: si alguien sabe cómo componer el texto correctamente...)



PIERRE MENARD, AUTOR DEL QUIJOTE.
De su libro Ficciones (1944).
(Texto completo)
                                                                                       A Silvina Ocampo

        La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por
lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri
Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia «protestante» no es un
secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores -si bien estos
son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos-. Los amigos auténticos de
Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos
reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de
empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.

         Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no
me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos
vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar
las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del
principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda
con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de
sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son
sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la
revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son
insuficientes.

          He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con
esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:

a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La
conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de
conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente
destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de
Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno
de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por
rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del
juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole..
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con
ejemplos de Saint-Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre
de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes,
Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade
(Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d un problème (París, 1917) que discute en orden
cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos
ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como
epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y
renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F., marzo
de 1921). Menard -recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones
sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F.,
enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el
reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la
amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» -la
locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio- que anualmente publica
esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al
mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón
misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o
apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación. (1)

                            (1) Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

             Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba- a chelier) la obra visible de Menard, en
su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica,
la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la
más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de
la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal
afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota. (2)

                             (2) Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

             Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico
de Novalis -el que lleva el número 2.005 en la edición de Dresden- que esboza el tema de
la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios
que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall
Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles,
sólo aptos -decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor)
para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son
distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el
famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso
Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un
Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

             No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino «el» Quijote. Inútil agregar que
no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su
admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y
línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.

            «Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934
desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica -el mundo
externo, Dios, la causalidad, las formas universales- no es menos anterior y común que
mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables
volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.» En
efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.

               El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español,
recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de
Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió
ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero
lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa
era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste
era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le pareció
una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos
arduo -por consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al
Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso,
le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese
prólogo hubiera sido crear otro personaje -Cervantes- pero también hubiera significado
presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se
negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil, esencialmente -leo en otro lugar de la
carta-. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo imaginar que
la terminó y que leo el Quijote -todo el Quijote- como si lo hubiera pensado Menard?
Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI -no ensayado nunca por él- reconocí el estilo
de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la
dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo
a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

                Where a malignant and a turbaned Turk...

           ¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español,
no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto
esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que
engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto.
«El Quijote -aclara Menard- me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo
diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

                Ah, bear in mind this Barden was enchanted!

o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote.
(Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las
obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su
escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal
vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no
intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea, las
Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje
del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia,
puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada
esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es
harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración
del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del
lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente
su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera
me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a
sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A
esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios
del siglo Xvii era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es
casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos
hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»

              A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el
de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre
realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de Carmen
durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa
elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las
elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de
fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela
histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

               No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el
XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las
armas y las letras». Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y
posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas.
Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre
Menard -hombre contemporáneo de La Trahison des clercs y de Bertrand Russell-
reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable
y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente)
una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa
tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta,
que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o
irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él.
(Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de
Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el
segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la
ambigüedad es una riqueza.)

         Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por
ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):

... la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa
enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

            La historia, «madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de
William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su
origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que
sucedió. Las cláusulas finales -«ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir»- son descaradamente pragmáticas.

          También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard -extranjero
al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el
español corriente de su época.
           No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio
una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo -cuando no
un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es
aún más notoria. El Quijote -me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es
una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo.
La gloria es una incomprensión y quizá la peor.

           Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de
ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las
fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus
escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los
borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.(1) No permitió
que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado
reconstruirlas.
                             (1) Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.

             He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el
que deben traslucirse los rastros -tenues pero no indescifrables- de la «previa» escritura
de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el
trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
             «Pensar, analizar, inventar -me escribió también- no son actos anómalos, son la normal
respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar
antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis
pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de
todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.»

              Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte
detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las
atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea
como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure a madame Henri
Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los
libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de
Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

                                                                                                       Nîmes, 1939
        PIERRE MÉNARD, AUTOR DEL QUIJOTE, de José Luis Borges

sábado, 5 de marzo de 2011

Resumen de la clase troncal del 3 de marzo de 2011


¿Francisco de Goya? El coloso






¿Andy Warhol?, o ¿Elaine Sturtevant?

¿Elaine Sturtevant, o Andy Warhol?

¿Importa?


Escribía Quim Monzó no hace mucho que, un das, unos chinos, extasiados ante la Casa de las Puntxas (de Puig y Cadafalch) en Barcelona, le preguntaron, excitados, si era realmente una obra de Gaudí. Ante tal entusiasmo, Monzó no se atrevió a decepcionarles. Era sin duda, como bien habían descubierto, la obra maestra de Gaudí. Y los chinos se fueron tan contentos.
Si hubieran sabido la verdad, es muy posible que su admiración por este edificio hubiera menguado considerablemente.

La historia del arte está repleta de obras cuyo prestigio aumenta o disminuye, que entran o son expulsadas de los libros de historia, en función de los resultados de la investigaciones sobre su autoría. Recientemente, "El Coloso, hasta entonces una obra maestra de Goya, sufrió un duro golpe, cuando algunos estudiosos demostraron, a través del estudio de los rasgos estilísticos, los materiales empleados, etc., que no podía ser atribuido a Goya. Fue un duro golpe para el Museo del Prado, que perdía una de sus obras emblemáticas. Ya nadie se detenía ante ella: la cartela cambió; el artista ya no era Goya; ya ni siquiera el cuadro podía estar expuesto en la privilegiada zona dedicada a Goya. Y, sin embargo, hace un mes, nuevos estudios, han devuelto a este pintor  su responsabilidad sobre esta obra, la cual vuelve a presidir la estancia, ante la admiración de los visitantes.

Se ha dicho a menudo que la mejor manera de apreciar el arte es no saber nada, u olvidarse de todo lo que sabemos sobre las obras que vamos a ver o escuchar. Muchos viajeros prefieren no leer guías turísticas a fin que su percepción y aprecio del arte no esté condicionado; buscan un encuentro directo con éste.

¿Es posible?

¿Qué datos pueden alteran mi percepción? El nombre del autor y la fecha son, posiblemente, dos datos, que la historia de arte brinda (a menudo, tras muchos esfuerzos), que pueden incidir en mi apreciación.  El Coloso, sea de quien sea, no ha variado. La obra sigue siendo la misma. Pero, ¿mantiene el interés del público, lo atrae del mismo modo, y aquél espera lo mismo, si sabe que es una obra maestra de Goya o de Asensio Juliá, que casi nadie conoce. ¿Perderemos tiempo en ir a ver una obra de este oscuro artista? Y, si la contempláramos, ¿nos deslumbraría? Si nos llamara la atención, ¿no sería porque nos recordaría a "un" Goya, peses a que posiblemente, lo encontráramos inferior a cualquier pintura negra del pintor zaragozano?

Del mismo modo, una colorística efigie de Marylin, de Andy Warhol, es una cumbre del pop art, del arte moderno o contemporáneo. Los coleccionistas y los museos se arruinan para obtenerla. ¿Qué ocurre cuando descubren que es obra de Elaine Sturtevant -una artista, aún viva, mucho menos conocida? Del mismo modo, sus seguidores, ¿se alegrarían si descubrieran que, por equivocación, han pagado fortunas para acabar teniendo "un" Warhol?

Ambas "Marylines" son formalmente idénticas. Sturtevant -cuyo arte consiste en pintar como otros artistas, pintando los motivos más conocidos de éstos- logró que Warhol le cediera las planchas serigrafiadas que utilizaba (o que sus ayudantes utilizaban), así como los pigmentos empleados. Por tanto, la obra de Warhol y de Sturtevant es indistinguible. Materiales, técnicas, procedimientos son los mismos. El resultado es, necesariamente el mismo. Se dice incluso que "los" Warhol" más "warholianos" son obra de Sturtevant. ¿Son apreciados del mismo modo? Muchos coleccionistas y "entendidos" del arte, desechan "Marylines" que tienen ante los ojos o que han comprado, cuando descubren que son obra de Sturtevant. Devuelven la pintura. Ya no les interesa; ya no la disfrutan. ¿Quién se lo reprocharía?

¿Cuántas obras, de arte y de arqueología, no son del autor o  de la época inicialmente pensados? Un fetiche egipcio puede fascinar. Los críticos valoran su magia, la perfección de las formas y de su fabricación. Sin embargo, de pronto, el fetiche pierde cualquier atractivo a gracias cuando se comprueba que ha sido fabricado ayer. El conocimiento del dato sobre la autoría y la época altera nuestro juicio. Un garabato se convierte en una obra admirable o digna de ser contemplada o estudiada si se descubra que es de Leonardo; si es de un estudiante actual acaba en la papelera; de un artista renacentista anónimo o desconocido, en las reservas de un museo de donde no saldrá nunca. Pierde toda "gracia".

Esos datos incumben a la historia del arte,. Sin ellos, la interpretación de la obra, a cargo de la estética o la teoría del arte, se tambalea: es aproximada o imposible. No se sabe bien cómo abordar la obra, cómo juzgarla. Por otra parte, el mensaje que encierra necesariamente es distinto -aunque la forma sea idéntica: un artesano de hace cinco mil años no puede querer decir lo mismo que un escultor actual, incluso si pertenece a una tribu "primitiva".  Pero mi lectura de la obra tiene que tener lugar partiendo de ésta. Por tanto, tengo que ser capaz de reconocerla, de identificarla. Sino, ocurre lo mismo que cuando me dirijo a una persona equivocada, es decir a una persona que confundo con otra: el diálogo es imposible, o es absurdo: no hay comunicación posible.

Asignatura optativa: resumen de la clase del 1 de marzo de 2011. El plano y la realidad











La ceremonia de la primera piedra consiste en la deposición de objetos -u ofrendas- a o en la tierra, en el sitio en el que posteriormente se colocarán los cimientos del edificio cuya obra se inicia. Dicho acto, practicado para edificios principalmente públicos, está presidido por autoridades o personalidades públicas (desde presidentes de gobierno hasta figuras del espectáculo).

La ceremonia culmina con la entrega en la tierra de un paralelepípedo de piedra o de hormigón (la "primera piedra") en el que se ha insertado un cilindro de aluminio herméticamente cerrado que contiene una serie de objetos de escaso precio pero alto valor. Destaca una copia de los  planos del edificio.

Dado que es muy difícil que ningún humano los descubra -el edificio cuya construcción se inicia sepultará estos documentos-, al menos durante muchos años, estos documentos no se guardan para los estudiosos ni las generaciones venideras. Sin embargo, todo el esfuerzo vertido en esta ceremonia implica que se considera importante que esta entrega se lleve a cabo.

Si la razón de ser del acontecimiento no es de orden práctico -es difícil que alguien alcance a decubrirlos si se necesitaran, dado que los cimientos no son ¡archivos de fácil acceso!-, su sentido, si lo tuviera, sería de cariz simbólico.

Nadie sabe a fe cierta porque esta actuación se organiza con cierta pompa y circunstancia. Lograr que la Princesa Estefanía de Mónaco, la cantante Madonna, o un presidente de gobierno, acudan a presidirla y pongan las manos en la masa -abriendo una zanja, manejando una paleta, utilizando hormigón, etc.-, no es fácil, por lo que se debe considerar que algo esencial aporta a la obra.

Los planos del edificios se incluyen entre los objetos o materiales entregados a la tierra. Un gesto que se practica desde la noche de los tiempos, cuando piedras grabadas o tablillas de terracota con la planta del edificio inscrita ya se practicaban en el Egipto faraónico y Mesopotamia.

A diferencia de una representación en perspectiva que no permite saber las medidas reales de un edificio, las plantas y los alzados, trazados a escala, proporcionan una imagen veraz, ya que resultan de la proyección ortogonal de un volumen sobre un plano. Cada cara del edificio se imprime en el soporte. De este modo,imagen y modelo coinciden punto por punto. Dispongo de toda la información necesaria sobre la forma y proporciones de lo que se va a construir, información que la memoria escrita completa. De algún modo, es como si ya tuviera el edificio contenido en los datos gráficos y escritos del proyecto de arquitectura y constructivo.

La relación entre un plano y un edificio es similar a la que mantiene un boceto y una obra de arte. Pero mientras un boceto es un apunte, una imagen de la obra completa, el plano apunta hacia el edificio: Lo trae a colación.

Se pueden levantar planos de edificios existentes, mas la mayoría de los planos que los arquitectos realizan se refieren a edificios por construir. Sin embargo, éstos podrán ser llevados a cabo sin problemas ni dudas -de hecho la dirección de obra no incumbe siempre al proyectista- gracias a la información que los planos proporcionan, como si el edificio ya estuviera en ciernes en los planos y la memoria descriptiva.

El edificio, por tanto, surge del proyecto. Éste lo anuncia y lo presenta. El edificio, inexistente aún, ya tiene una realidad anticipada (tal es el significado del substantivo proyecto o pro-yecto: viene del latín pro-jaccio, que significa plantar o hincar (en el suelo) a la vista de todos, a cierta distancia o antes de tiempo). Gracias a los planos, podemos saber cómo será, qué "ser" tendrá. "Es" ya, ante nosotros, cobra "existencia" antes de presentarse físicamente. Y cuando acontezca no diferirá para nada de lo que el proyecto pronostica. Punto por punto coincidirá con la información gráfica que el plano brinda.

Así pues, el edificio surge del proyecto. Sin éste, no existiría, al menos como "proyecto unitario", como ser bien articulado, convenientemente planificado y creado.
El proyecto es el germen del edificio.
Éste se alza sobre la planta trazada en el suelo, sobre el replanteo de los límites del edificio. Antes de obrar, es necesario dibujar sobre la tierra el lugar exacto que el edificio ocupará y sobre el que se asentará.
Ocurre que dicha planta, trazada en el terreno, necesariamente coincide con la planta dibujada. No es sino una proyección de ésta. Por tanto, el edificio se asienta y crece desde o partir de la planta en el terreno. Y la coincidencia entre esta planta y la planta baja del edificio tiene que ser absoluta. El edificio tiene que ocupar y cubrir la totalidad del trazado en en solar, sin apartarse de él -a menos de cambios en la obra, que exigen, previamente, cambios en el proyecto-.

Ambas plantas, en el terreno y en el plano a escala, coinciden. Por tanto, el edificio brota del plano. Éste no solo lo anuncia, sino que lo trae a colación: le da nacimiento. Si los planos no estuvieran depositados en la tierra, ocurriría lo mismo que si tratáramos de obtener frutos sin sembrar. Las simientes son imprescindibles si queremos que las plantas, los entes vivos crezcan.

El edificio se construye, entonces, porque existe un proyecto previo, que está en la base de la construcción. En la base en sentido literal: se halla depositado bajo el edificio en ciernes; ocupa el lugar exacto que será posteriormente ocupado por la obra.

Pero eso implica que consideramos que un edificio se alza como crecen las plantas y los árboles: ocupan el espacio a partir de  un germen.
Esta asociación entre un edificio y un árbol es inmemorial. En todas las culturas los cimientos, el cuerpo y la cubrición de un edificio han sido comparados con las raíces, el tronco y la copa de un árbol. Éste ofrece un abrigo, protege, aporta una sombra bienhechora al igual que un edificio. Por otra parte, el árbol, al igual que el edificio, mantiene unidos y bien articulados, en el lugar que les corresponden, a los tres niveles del cosmos: el subsuelo (el espacio inferior o infernal), el mundo visible o terrenal, y el espacio superior celestial. Gracias a los árboles, considerados columnas cósmicas, las potencias que reinan en cada nivel se comunican, y mantienen el cosmos unido y organizado. El caos, cuando todo vuelve a un estado indiferenciado, queda ahuyentado gracias al árbol.

Un edificio, toda obra de arquitectura, se comporta como un árbol o un pilar cósmica: es el testimonio que el ser humano -y, anteriormente las potencias sobrenaturales- han logrado ordenan el mundo, y lo mantienen con el orden debido.

Un edificio simboliza, así, la creación: es el resultado de un acto creativo gracias al cual se habilita un espacio, o el espacio.