viernes, 26 de octubre de 2012

Clase del miércoles 24 de octubre de 2012: EL ARTISTA Y LA MANUFACTURA

Los grandes arquitectos no dibujan, proyectan ni, a veces, idean, sino que confían en colaboradores escogidos -como el caso de Dominique Perrault- para que ofrezcan propuestas y soluciones, y desarrollen propuestos firmados por el arquitecto o su taller.
El proceso de creación y trabajo de la arquitectura también se produce, a veces en cine, donde personas que nunca han filmado ni pertenecen al mundo del cine, aparecen como responsables de películas gracias a la labor conjunta de equipos de colaboradores escogidos o aceptados por la persona que firma la obra, que es reconocida como la autora de la obra.
Del mismo modo, las artes plásticas (pintura, escultura., fotografía y video-arte, incluso) son practicadas por artistas cuyas obras son fruto de un trabajo de y en taller. Desde que Andy Warhol facturara cuadros que, a partir de un cierto momento, no pintaba ni siquiera ideaba, sino que eran concebidos y manufacturados en The Factory (su taller de nombre significativo), pero que eran reconocidos y reconocibles como obras suyas
grandes pintores (pintores cotizados), como Damian Hirst, Jeff Koons, etc., confían sus obras a colaboradores, cuyo trabajo supervisan. El grado de participación efectiva del artista varía desde la idea hasta la firma del cuadro concluido, en el que solo la firma testifica la relación del artista con la obra.

Este procedimiento puede sorprender, sobre todo a partir de la concepción del artista y su trabajo que se forja a principios del siglo XIX cuando cierran los talleres de origen medieval: las clases adineradas, aristocráticas, eclesiales y reales, tienden a desaparecer, así como palacios y grandes santuarios, en beneficio de una burguesía, cuyos espacios, más privados y recoletos que los grandes salones aristocráticos, gustan y requieren de obras de menor tamaño y coste, que impidieron que los grandes talleres sobrevivieran. Por otra parte, el "mercado" del arte cambió. El artista ya no pudo trabajar por encargo -encargos que le permitían mantener un taller-.  Los burgueses tendieron a comprar obras no a encargarlas. Las obras -salvo los retratos- se vendían en tiendas de marchantes. El artista tenía que darse a conocer. Tenía, entonces, que "producir" obra, ofrecida a la venta en galerías.
Los encargos públicos no desaparecieron, ciertamente. Mas los artistas, tras la desaparición de los talleres, tuvieron dificultades en "hacerse un nombre". De ahí la importancia de los llamados Salones, financiados por el estado, exposiciones públicas y colectivas, que daban a conocer a aquellos artistas cuyos cuadros habían sido previamente aceptados por un jurado. Este procedimiento obligaba, como en todo concurso, a los artistas a trabajar sin tener la seguridad que su obra sería adquirida. Una gran parte de su trabajo estaba dedicado a mostrar sus habilidades.
Este proceder respondía a una nueva concepción del artista y la obra de arte. Éste era considerada como la expresión personal e intransferible de un artista. La obra reflejaba su mundo o su visión. Cada artista tenía que poseer un imaginario y una factura propia, adaptada, de todos modos, a los gustos imperantes. Era difícil desmarcarse de los demás sin desmarcarse de lo que el público y los poderes públicos esperaban. La obra tenía que haber sido  ideada y producida, trabajada por el artista. Su mano, su sello, su factura tenía que ser visible en la obra, lo que obligaba a realizar obras cada vez menos naturalistas. La factura pasaba por un cierto alejamiento, o una cierta deformación de la naturaleza, del modelo natural.
Esta concepción del trabajo artístico respondía a la visión del artista como un ser genial: insólito y solitario, cuya obra rompía moldes y cánones. Tenía que sorprender, escandalizar, incluso, pero sin romper totalmente con los gustos habituales o esperables. La frontera entre la originalidad y el rechazo era tenue. Pero se tenía que recorrer.

Esta concepción ha llegado hasta casi nuestros días. Los artistas minimalistas fueron lo que dejaron de facturas obras para idear normas de procedimiento, según los cuales cualquiera, debidamente autorizado, podía producir una obra siguiendo las férreas normas fijadas por el artista.

Este procedimiento, que pudiera parecer innovador, y que puso fin a la noción del artista como autor primero y último de la obra considerada como un hijo suya, una creación suya a la que había dado a luz, sin embargo, retomaba algunos postulados de la creación artística, desde la antigüedad hasta el siglo XVIII.
De hecho, la noción romántica de la creación, vigente entre el siglo XVIII y los años sesenta o setenta, constituye una excepción en la historia del arte. Tradicionalmente, los artistas no trabajaban solos. De hecho, no trabajaban siempre.

En Europa, desde la antigüedad hasta el siglo XVIII, era necesario estar o tener un taller reconocido por un gremio para poder trabajar. Solo a partir de finales del siglo XVI, las nacientes Academias permitieron a los artistas empezar a ser considerados artistas liberales, pensadores, lo que no les eximió de trabajar en un taller.

Para ejercer la profesión de pintor, escultor o arquitecto, eran necesario entrar en un taller, de joven, como aprendiz. Los primeros años, el joven (nunca mujeres) aprendía a preparar telas y óleos a base de aceites cocidos y pigmentos naturales, minerales y vegetales. Poco a poco, le era permitido dibujar o pintar, primero detalles, el fondo, hasta figuras, tras años de formación. Los ayudantes más diestros y preparados -como  Julio Romano, en el taller de Rafael- podían llegar a concebir composiciones. El maestro de taller firmaba las obras y, en función de los precios acordados, intervenía más a menos, normalmente pintando manos y rostros, y añadiendo vivas manchas blancas que animaban las composiciones. Obras enteramente manufacturadas por el maestro eran escasas, y valiosas. Eran obras originales en las ningún ayudante intervenía.

Esta manera de operar pre-moderna, sin embargo, no implicaba que el maestro de taller fuera considerado un ser superior que pudiera expresarse a través el trabajo de otros. La obra era una creación colectiva, o anónima, incluso. En cierto que, a partir del siglo XVII, el que el maestro de taller casi no trabajara manualmente era una consecuencia de sus esfuerzos por dejar de ser considerado un trabajador mecánico para ser aceptado como un artista liberal, como un pensador, un poeta, un matemático, un geómetra o un orador.
Que quisiera ser reconocido como un pensador no implica que lo fuera. El artista empezó a ser considerado como un artista, tal como lo entendemos hoy, una persona apreciada por sus ideas, a partir de mediados del siglo XVIII.



domingo, 21 de octubre de 2012

Clase del miércoles 17 de octubre de 2012: TEORIZAR, ¿QUÉ SIGNIFICA?




La estética o teoría del arte reflexiona sobre qué es el arte y qué significan las obras de arte. Busca encontrarle un, o el sentido. Las llamadas ideas estéticas son el objetivo de la teoría. Estas ideas están plasmadas en la obra. Se llega a ellas, se reflexiona sobre ellas, gracias a la doble actividad de los sentidos y la razón. Los primeros, descartados en cualquier experimento científico, son aceptados, son necesarios, para el tipo de conocimiento que la teoría de arte busca. Un conocimiento verdadero que no desdeña la sensación y el sentimiento. Los órganos sensoriales afectados comprenden cualquiera de los cinco sentidos externos, más facultades internas como la imaginación y la memoria. Considerados poco fiables, habitualmente, son, sin embargo, utilizados para interpretar la obra de arte.

Eso significa que la obra de arte es considerada como una fuente de conocimiento (sobre el mundo), fuente a la que no se llega directa o fácilmente. Las ideas estéticas (el contenido de la obra) tiene que ser descifrado. Este "misterio" existe incluso en todas los productos humanos anteriores al siglo XVIII europeo, cuando se forjó el concepto de obra de arte, entendida como un producto humano con una función incierta o problemática: función que existe, pero que no es evidente. Así, incluso las pinturas románicas, que tenían como finalidad educar a las personas que no sabían leer (que eran casi todas), pese a su voluntaria y buscada legibilidad, siempre presentan elementos extraños, insólitos o discordantes, no solo para nosotros, sino también para los humanos del año mil, que tienen que ser interpretados, elementos que, muy a menudo, son los que dan la clave, los que revelan el verdadero sentido, el sentido oculto de la obra. Los artesanos medievales poblaban las pinturas y las esculturas de detalles imperceptibles u ocultos -en la parte más recóndita de las obras, de los capiteles, etc.- que son aquellos que dan la medida de lo que la obra significa, y que obligan al espectador a mirar intensamente la obra y a preguntarse por el significado de esos detalles, en ocasiones turbadores. El que esos detalles fueran ocultos denota bien que eran importantes, puesto que libraban un significado que podía contradecir el más evidente, el que se descubre a primera vista.

La teoría del arte requiere, entonces, unos sentidos agudos: mucha "vista" e imaginación.

Puede sorprender que se pretenda teorizar con los sentidos (asociados a la razón), y no solo con ésta última.
Pero, si nos fijamos en el significado de la palabra teoría -un término que se emplea regularmente en distintas asignaturas de la carrera- se descubre, quizá con sorpresa, que teorizar significa... mirar. Mirar intensamente; contemplar fijamente, con los ojos bien abiertos, para que ningún detalle, por menor o escondido que sea o se encuentre, no pase desapercibido. Teorizar es escudriñar casi con lupa, con todos los sentidos en alerta.

Teoría -teorizar, teorema- son palabras que vienen del griego antiguo. Theooreoo, en griego, significa, precisamente observar, inspeccionar. A los inspectores no se les puede escapar detalle alguno. De un golpe de vista, minucioso, tienen que descubrir qué falla, qué falta en un conjunto: una parada o un desfile militar o religioso, en una procesión; ese era, al menos, el trabajo de los que teorizaban en la Grecia antigua. Los teoremas, que literalmente significa espectáculos (un teorema es, en efecto, una demostración, una de-mostración, que prueba fehacientemiente lo que enuncia, es decir expone, hace visible un misterio o un enigma, reduciéndolo a una fórmula), eran uno de los objetivos (visuales) de los teóricos. Los verbos theooreoo y thea significaban lo mismo: mirar; mirar cosas sorprendente, maravillosas: thauma; es decir, taumatúrgicas,  desconcertantes, poco evidentes, espectáculos que requieren volverlos a ver, estando muy atentos a fin de captar lo que significan.
La theoria, en griega, era la acción de mirar o de especular (el verbo especular deriva del sustantivo latino que se traduce por espejo; y los espejos, en el mundo antiguo, eran instrumentos mágicos con el que los sacerdotes trataban de averiguar qué querían los dioses). Esta acción se oponía a la práctica que, por el contrario, se "practicaba" con las manos y no con los ojos. Los artesanos trabajaban manualmente; los sacerdotes, los filósofos miraban: teorizaban.
Por tanto, en el mundo antiguo, se otorgaba una importancia y un poder tal al órgano de la vista que se pensaba que solo con mirar fijamente se podrían desvelar los misterios del mundo. Después de todo, los dioses más importantes, como Horus en Egipto, eran o tenían unos ojos desmesurados que todo lo veían.

Así que cuando se dice que la estética consiste en teorizar recurriendo a los sentidos no se está cometiendo ningún contrasentido. Los sentidos, la vista en este caso, son medios para ver o descubrir la verdad, por ejemplo, las ideas que las obras de arte encierran. Los espectáculos, como obras de teatro o películas, son unos medios excelentes para exponer determinadas verdades que hasta entonces han permanecido ocultas.    

jueves, 11 de octubre de 2012

Orson Welles (1915-1985): Tráiler (o falso tráiler) de la película o documental F For Fake (F como fraude) (1973)

Tercera clase, 10 de octubre de 2012: Actor / Receptor, o El artista y el público

Dado que la estética y teoría de las artes tiene como finalidad desenterrar las ideas estéticas en las obras de arte -unas ideas peculiares a las que se llega, no con la razón sino con los sentidos o la imaginación (facultades que establecen relaciones con la razón, pero no se subordinan a ésta, ni le dejan el paso exclusivo)-, es decir, descifrar su sentido a través de las formas sensibles (percibidas por los sentidos externos o internos), cuántos más datos se obtengan acerca de la obra de arte, más pistas se obtendrán para descifrar qué es lo que aquélla significa.

A lo largo de curso, vamos a estudiar un solo tema: cómo se teoriza sobre el arte; qué datos o conceptos se tienen que tener en cuenta; qué ideas atesora la obra de arte; qué relación mantienen las ideas estéticas con la forma material de una obra de arte. Es decir, el curso va a tratar de aportar elementos que ayuden a saber  qué sentido tiene la creación artista, a "enjuiciarla": qué es, por qué existe, y qué puede aportarnos (por ejemplo, a la comprensión del mundo o de nosotros mismos), si es que algo nos aporta, si es que nos "abre una ventana" al mundo (externo o interior).

Un dato que se esbozo en clase, dato sobre el que se volverá, es la noción de autoría.
La película o documental de Orson Welles, F for Fake - de la que mostramos un tráiler-, reflexiona ácidamente sobre esta noción, ya que Orson Welles fue "víctima" de los productores de sus primeras películas. Éstos no aceptaron las películas tal como estaban que Welles les presentaba, y se dedicaron a modificarlas -acortarlas, etc- a fin de adaptarlas al supuesto gusto (un término propio del vocabulario de la estética) del público. En este sentido, Welles, en ocasiones, rechazó la autoría de las películas que se exhibieron con su nombre, puesto que consideraba que se le había negado la total paternidad de la obra.

Uno de los problemas sobre la autoria de la obra de arte, y que ha dado, no hace muchos años, a la llamada "estética de la recepción", reside en el papel que juegan los artistas y los receptores de una obra de arte.
Sea cual sea ésta -pero sobre todo, en el caso de las llamadas artes performativas: aquéllas que exigen su puesta en escena, su interpretación en un espacio dado, como la música, el teatro, la danza, las "performances"-, una obra de arte necesita un receptor. Ha sido creada para ser comunicada. El mensaje que encierra, la idea estética plasmada sensiblemente, en una forma plástica o sensible -la forma de un soneto, una sonata, un cuadro, una película de un género dado, etc-, está dirigido a alguien, a un receptor, un observador, un espectador. En el siglo XVIII se hablaba de un hombre de gusto, en el XIX, de un conocedor: un experto, capaz de desentrañar los significados, a veces esotéricos, o camuflados, de una creación.
Sin la presencia de un receptor, la obra, literalmente no tiene sentido; como no tiene sentido actuar o tocar ante una sala vacía. Es muy posible que entre vosotros existan músicos o actores, o persones que hayan actuado ocasionalmente. Siquiera que hayan jugado en un campo deportivo: que se hayan, pues, expuesto a los ojos de los demás para entretenerlos, por ejemplo, con un juego vistoso o ingenioso.
La reacción del público es importante; decisiva, incluso. El actuante (el actor, el músico), modula su actuación, corrige, rectifica, precisa, en función de cómo siente que su interpretación es recibida. El receptor reenvía, ampliada o deformada, los vicios y las virtudes de una actuación.
Jugar en un campo cerrado es absurdo. El juego ya no es un juego. No tiene "gracia". Sin público, no hay obra. La sala se cierra, el telón se baja y ya no se abre. Una experiencia un tanto molesta -o inquietante-, por parte del espectador, es asistir a la representación de una obra en una sala casi vacía. Se nota que los intérpretes no logran alzar el vuelo de una composición teatral, musical, de danza, etc.
Pero ya nos referiremos a las relaciones entre arte y juego, como si el arte fuera un juego, con toda la seriedad que el juego acarrea.
Eso significa que la presencia, o el papel del receptor es tan importante para que la obra se desarrolle y llegue a buen fin. De algún modo, el espectador colabora en el correcto desarrollo, en la "buena" o adecuada  formalización de una obra. Logra que ésta llegue a buen puerto, a su fin.

¿Quién es entonces el autor de la obra? ¿El artista (el actor) o el receptor?
El artista sienta las bases; determina las reglas de juego, las enuncia; pero es el espectador quien, con sus reacciones, logra que la interpretación gane peso, intensidad, o , por el contrario, no llegue a ningún sitio. Se sabe de intérpretes que han tenido que suspender la función, aterrados ante reacciones furibundas. En estos casos, la obra no llega a materializarse. No se sabe cómo debería acabar, qué sentido habría adquirido o desplegado.
Los papeles no se pueden cambiar. Actores o artistas, y espectadores, saben qué hacen, cuál es su lugar; qué función cumplen en una representación. Mas, es posible pensar que, de algún modo, actores y espectadores son co-partícipes de la creación, dos polos sin los que la creación no sería posible.

Aunque es muy posible que quienes se hayan "enfrentado" a un público puedan aportar otras visiones, o reforzar ésta.

martes, 2 de octubre de 2012

Arquitectura y construcción


Joan Backes (escultora alemana): Home, 2012

¿Arquitectura y construcción? ¿En qué se parecen y se diferencian? Ésta es "la" pregunta, de difícil respuesta.
Algunos teóricos piensan que la relación es similar a la que existe entre la obra de arte y la que no lo es. Sostienen que el arte es lo que se añade, como el azúcar en una bebida amarga, o el chocolate sobre un bizcocho. Arte sería ese añadido, y la obra de arte resultaría de la suma de un objeto y un ornamento.
Otros, sin embargo, proponen que la construcción y la arquitectura mantienen la misma relación que la obra de arte y el objeto artesano. Éste último responde a una función precisa, y su forma se adapta a las necesidades. Su misma forma debe evocar la función, ser y parecer sencillo de uso. Nada que no sirva para atender mejor es relevante. Por el contrario, la obra de arte, que no es ni mejor ni peor que el objeto artesano, no parece responder a ningún fin. Se intuye que satisface alguna necesidad o deseo, mas no se sabe bien cuál. Su forma no permite saber para qué sirve. Por otra parte, la obra de arte no parece que requiera ninguna manipulación. Antes bien, exige que el usuario (o espectador, más bien) se mantenga a cierta distancia, mantenga la distancia, la compostura. De este modo, podrá contemplar, apreciar mejor la obra de arte. Ésta, por tanto, parece existir para ser contemplada, para ser apreciada sensiblemente: escuchada, olida, vista, leída, palpada o tocada incluso. Pero el contacto, salvo en contadas ocasiones, se realiza a distancia.
La razón de ser de esta extraña relación entre el ser humano (el usuario) y la obra de arte, reside en que, a través de su percepción sensible, la obra de arte da pie a una reflexión. Invita al espectador o usuario a pensar sobre su sentido o razón de ser. ¿Por qué existe? ¿Qué pretende? ¿Qué me aporta?
Las respuestas son múltiples; quizá existan tantas cuántos espectadores o usuarios se relacionan con la obra de arte. Un producto que responde a tantas funciones es un producto cuyo sentido o cuya función s necesariamente ambigua. Su forma tiene que ser tal que de pie a tantas preguntas y ofrezca tantas respuestas. Respuestas que, por otra parte, no puede ser claras, sino ambiguas a fin, precisamente, de no revelar enteramente lo que la obra de arte esconde, invitando así, a tantas relaciones sensibles cuantas el espectador esté dispuesto a mantener. La obra de arte sería, así, como un objeto de artesanía sin función precisa mas sin ser gratuito, caprichoso. Responde a una función, más ésta no está clara.

Una construcción ofrece un techo. Satisface pues una necesidad básica humana: ofrece un cobijo y una defensa contra enemigos, inclemencias y miedos. ¿Y la obra de arquitectura? También responde a esas necesidades, ciertamente, pero, sobre todo, proporciona una sensación de seguridad. Quizá no defienda bien, mas no se puede estar mejor que en ella.
Satisfechas las necesidades, la obra de arquitectura hace reflexionar sobre nuestras necesidades de protección físicas y emocionales. Nos plantea por qué requerimos cobijo -más allá de motivos puramente físícos. Recordemos que Caín, tras matar a su hermano Abel, tuvo que esconderse (de la faz de Dios). Se refugió en todas las casas, odas las cuevas, todas las hondonadas posibles. Mas en ninguna se sintió protegido, pese a que cada uno de los espacios en los que se refugió bien le cubrían, le ponían a salvo. Lo que Cain buscaba no era del orden de lo material)-. También, ineludiblemente, nos puede hacer reflexionar sobre nuestra importancia, o nuestra debilidad, sobre el sentido de nuestro vida, sobre el lugar que ocupamos, sobre nuestro sitio en el mundo. De algún modo, una obra de arquitectura nos inquiere acerca de nuestra vida: ¿por qué vivimos? ¿qué razones tenemos para ocupar un espacio?
Estas preguntas las plantea una obra de arquitectura, y todas aquellas obras que hablan de arquitectura: pinturas, novelas, poesías. A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, inquiere, precisamente, sobre qué espacios nos acogen. Según Proust, éstos no son reales, sino siempre recordados. Solo cuando perdemos un hogar, éste, por pobre que fuera, de pronto, acaso cobre una importancia decisiva, y acabemos por añorarlo, queriendo retornar a él, mas en vano, puesto que intuimos que nunca estaremos mejor que en aquel cobijo, denostado cuando lo ocupábamos.
Un poema, una pintura ¿son obras de arquitectura? No hace falta comentar que, a menos de una metamorfosis inaudita, nunca habitaremos físicamente en aquéllos. Pero sí podemos habitarlos mentalmente, soñar que vivimos en estas obras plásticas o literarias. Una obra de arquitectura es toda aquella que nos proporciona sensaciones de vivir "bien", de estar "bien" con nosotros mismos, que permite que nos encontremos con nosotros, que nos hace entender y preguntarnos qué es morar, y porqué moramos, porqué nos demoramos.. Nos "proyectamos" en las obras con la imaginación, nos "vemos" habitando en ellas, no concebimos otra manera de vivir.
Una obra de arquitectura no tiene porqué tener un autor conocido o reconocido. Una simple cabaña puede despertar en nosotros esa sensación de haber encontrado al fin nuestro lugar. Como si aquélla hubiera sido construida para nosotros.
La obra de arquitectura es aquella que nos da la sensación que nos encontraríamos "bien", a "gusto" en ella. Aquella que nos dice que podríamos descansar para siempre. Esta obra quizá no exista físicamente, quizá sea solo un sueño.
Si la construcción se levanta con material pesantes", corpóreos, afectados por la gravedad, la obra de arquitectura posiblemente solo esté hecha de sueños, anhelos, esperanzas; pero es, precisamente, esta obra la que nos mantiene verdaderamente en vida, "graves", pues sin los sentimientos y sensaciones que la arquitectura (soñada) despierta, somos hombres muertos. Animales o vegetales.

Nota: En respuesta a una pregunta esencial sin respuesta