domingo, 11 de marzo de 2012

(Resumen parcial de la clase del miércoles 7 de marzo de 2012): Arte y categorías estéticas. De la gamuza a Lady Gaga





Las cualidades o categorías estéticas, tales como la belleza y la fealdad, fueron asociadas a las obras de arte, especialmente a las artes plásticas (pintura y escultura), y no solo o no tanto a las formas naturales, a las que hasta entonces cualificaban, a mediados o finales del siglo XVIII.
Este momento vio aparecer los primeros tratados de estética, dedicados a reflexionar sobre qué era el arte y cual era su función. Las obras de arte fueron consideradas un tipo muy particular de objetos, que ni eran gratuitos o caprichosos, pero que que tampoco tenían una función clara o evidente. Servían para transmitir contenidos, ideas, de modo tal que no se notara en exceso esta voluntad didáctica. Por otra parte, el placer sensorial primaba sobre la capacidad transmisora del arte. La obra tenía que ilustrar y placer: ilustrar o educar placiendo o complaciendo, o placer sin dejar de transmitir ideas. El gusto y la reflexión, el placeres sensible e intelectual, eran las metas de las obras de arte.
Desde luego, la finalidad didáctica no tenía que ser obvia ni evidente, pero la capacidad de apelar a los sentidos, y de excitarlos, tampoco tenía que ser ostentosa. Kant, bastante puritano, considerada que las obras de arte tenían que ofrecer un "placer desinteresado", cumpliendo una "finalidad sin fin". Las obras de arte tenían una razón de ser: ser mediadoras entre el mundo de las ideas y los espectadores, ponerles al alcance determinadas verdades o contenidos de manera atractiva o curiosa, pero estas razones no podían pregonarse, como si las obras de arte fueran simples o banales anuncios. Tampoco tenían que ofrecerse como simples señuelos a los sentidos. Las obras tenían que satisfacer a la imaginación y a la razón, dando placer y dando qué pensar, sin que estas funciones, que afectan al intelecto y a los sentidos, respectivamente, dominaran.
Para que las obras de arte cumplieran con este nuevo cometido (la educación sensible) tenían que dotarse de propiedades tales que lograran llamar la atención de los espectadores. Para este fin, las obras de arte tuvieron que aliarse con unas cualidades con las que anteriormente habían estado ya en contacto, sin que, empero, esa asociación hubiera sido juzgada necesaria ni siquiera conveniente. Las obras de arte, a partir de finales del siglo XVIII, se dotaron de cualidades tales como la belleza o la fealdad, con las que atraían o repelían, esto es, mantenían los sentidos de los espectadores en alerta, para que, a partir de este momento, empezaran a cavilar sobre las razones de ser de la obra, de su posible significado.
La estética se convirtió en una nueva manera de relacionarse con el obrar humano: se valoraba su apariencia, la relación que mantenía con la esencia o el contenido, y se estudiaba qué condiciones se tenían que cumplir para que la obra fuera enjuiciada correctamente, haciéndole decir lo que podía decir.

Esta manera de considerar la obra de arte como depositaria de cualidades sensibles (belleza, fealdad, etc.) era nueva.
Hasta entonces, bellos o feos eran las formas naturales: paisajes, personas, divinidades, etc. Incluso Kant, autor de una de las primeras estéticas, aún dudaba sobre qué tipo de entes, naturales o artificiales (y, en este caso, cuáles, si pertenecientes a las bellas artes, o a las artesanas), eran los más aptos para ser calificados de agradables o desagradables.

Las obras de arte, desde la Grecia antigua hasta el siglo XVIII, comprendían dos tipos de objetos: útiles e imágenes.
Ambos eran obra de artistas, unas personas que, en el primer caso hoy llamaríamos artesanos. Ni siquiera todos los productores de imágenes, sobre todo en la antigüedad, eran artistas, tal como lo entendemos hoy, sino que eran magos o hechiceros, pues eran capaces de producir efigies (pintadas, modeladas, esculpidas) dotadas de propiedades que las convertían en fetiches o amuletos  dotados de ciertos poderes (de complacer, satisfacer, impresionar, inquietar, aterrorizar, etc.) -poderes que, hoy, tienen los objetos mágicos, ciertas artes de la imagen, y algunas estrellas del deporte y el espectáculos, consideradas como diosas o divas.

Los útiles (que fabricaban los herreros, los joyeros, los ceramistas, los tejedores, los carpinteros -entre los que se hallaban los arquitectos o constructores-, etc.) tenían una finalidad clara: mejorar la relación del ser humano con el entorno. Le proporcionaban unos objetos tales que facilitaban el trabajo. Las tareas del campo, domésticas o de la guerra estaban facilitadas o permitidas gracias a determinados apeos o útiles, bien adaptados tanto a la mano, el brazo o el cuerpo, como al entorno que iba a ser alterado por la acción del ser humano: el cultivo de la tierra, el encendido de la lumbre, la elaboración de los alimentos, la defensa ante los peligros, etc.
En sociedades más primitivas o arcaicas no es descartable que la acción de los útiles estuviera favorecida o facilitada por determinadas propiedades mágicas obtenidas por la inclusión de imágenes, el uso de determinados materiales y procedimientos, etc. Es decir, un útil como un arado, tenía que lograr que la tierra arada diera frutos. Para eso, el útil tenía que adaptarse a la mano y a la tierra. Pero los hombres del pasado quizá creyeran que la efectividad del útil dependiera también de ciertos conjuros. El artesano podía también ser un mago, al menos en culturas arcaicas.

Las imágenes los objetos que hoy (desde finales del siglo XVIII) clasificaríamos dentro del grupo de las bellas artes (pinturas, esculturas, dibujos, principalmente) también tenían que ser útiles antes que estéticas. Se considera incluso que una apariencia excesivamente atractiva, armonioso, seductora podía ir eh detrimento de la función de las imágenes: transmitir, sin ambigüedad determinados valores o nociones que sociedades mayoritariamente iletradas no alcanzaban a través de textos. La imagen suplía la función del texto. Advertía, informaba, educaba, aleccionaba. La preocupación del pintor o del escultor tenía que ser la legibilidad de la obra, no su belleza. El cuidado de la apariencia podía ser dañina. De hecho, la censura religiosa, la Santa Inquisición, se esforzaba por controlar la producción de imágenes (cuadros, esculturas, grabados), y determinada qué tenía que ser representado y cómo. Las imágenes estaban al servicio de la política y la religión. No se buscaba en absoluto contentar, placer, gustar a los espectadores.

Finalmente, las artes de la palabra,el gesto (teatro, danza) y la música, que hoy pertenecen al grupo de las bellas artes, junto con la pintura y la escultura (amén, hoy, de la fotografía, el cine, el videoarte, el net-art, etc.), estaban, en general, más cerca del ritual que de la representación artística. Quienes las practicaban eran, ya sea esforzados artesanos de la palabra o la música, ya sea, magos, sacerdotes o hechiceros en contacto con fuerzas o figuras que les arrebataban, les inspiraban y les comunicaban lo que tenían qué hacer y qué decir. Un músico, un poeta o un actor era considerado un ser aparte, que poco o nada tenía que ver con el artesano que ponía su esfuerzo o su talento para producir útiles o imágenes lo más legibles y claras posibles. Por el contrario, las artes poéticas y musicales eran, a menudo, enigmáticas, misteriosas, incomprensibles, tal como son todas las producciones mágicas fruto de una posesión, un rapto o un trance, y no un dedicado, esforzado y lúcido trabajo.

Las obras de arte existen desde siempre: es decir, existen objetos que fueron obras artesanas o mágicas y que hoy consideramos como obras de arte, obras que no tienen que aleccionarnos ni servirnos, sino atraernos, interesarnos, ofreciéndonos, sin que sea excesivamente obvio o evidente, ventanas a otros mundos, nuevas perspectivas sobre el mundo y sobre nosotros. 

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