Un RiTo es una ceremonia, practicada a intervalos regulares, y protagonizada por personas autorizadas, que aRTicula una relación entre el cielo y la tierra. El rito permite que los humanos inquieran al cielo por el porvenir, por ejemplo, o traten de torcer el hado funesto que se preve o se anuncia, y trae a la tierra las respuestas, a veces enigmáticas y necesitadas de interpretación o desciframiento, que los dioses conceden los humanos.
Al mismo tiempo, el rito permite mostrar realidades ocultas u ocultadas, que pueden así, aflorar a la superficie y manifestarse por unos días, sin que su exteriorización visible trastoque el orden establecido o aceptado e, incluso, enriquezca o matice a éste.
Así, por ejemplo, un rito ejemplar era el que daba lugar a las fiestas de las Thesmoforías en la Grecia antigua, particularmente en Atenas. Se trataba de unas fiestas en honor de la diosa Démeter. Ésta era una diosa ancestral que había enseñado a los humanos a cultivar los cereales y les había proporcionado toda una serie de técnicas para habilitar un territorio. Una parte de las técnicas eran un regalo de Démeter (Ceres, en el mundo romano).
Toda vez que los cereales brotaban de la tierra y permitían soportar hambrunas, Démeter estaba plenamente al corriente de los daños, mortales, que la falta de alimentos causaba. Por eso, Démeter era una diosa que presidía el ciclo de la vida. Démeter daba la vida, pero también reinaba en el mundo de los muertos.
El buen orden ciudadano dependía así de esta diosa. La ciudad, en paz, estaba alimentada por Démeter que cuidaba que nada faltara a los hombres, ni que éstos cometieran faltas.
La ciudad se componía de ciudadanos. pero éstos solo eran varones adultos, descendientes de ciudadanos. Las mujeres no formaban parte del cuerpo de ciudadanos. Su espacio era el espacio doméstico, no el espacio público, ejemplificado por la centralidad del ágora, en el que solo podían platicar varones. Del mismo modo, las mujeres tenían proscrita la presencia en actos públicos como, por ejemplo, los juegos.
Las mujeres estaban autorizadas, sin embargo, a participar en un rito especial. Éste estaba dedicado a Démeter. Los varones, por su parte, estaban excluidos. Durante este ritual, se escenificaba algo así como una ciudad de mujeres. Así, el segundo día, las mujeres se comportaban como si la civilización no hubiera llegado, el espacio ordenado, delimitado no existiera, y los alimentos procedentes del cultivo de la tierra aún no brotaran. Escenificaban los rigores de la vida en ausencia de la ciudad y la cultura.
Solo al tercer día, el buen orden urbano era restablecido.
De este modo, las mujeres escenificaban que también ellas eran ciudadanas (por unos días) y que la cultura urbana les debía tanto como a los varones. Se mostraba qué ocurriría si las mujeres fueran miembros de pleno derecho de la ciudad; se representaba una sociedad urbana ideal. Ideal en parte, ciertamente, puesto que los varones estaban excluidos. Mas, en tanto que las mujeres asumían tareas tanto tradicionalmente asociadas a mujeres cuanto a varones, de algún modo, la ciudad ideal, en la que hombres y mujeres compartirían tareas, se representaba durante tres d´ñias.
De este modo, el roto permitía representar un sueño; daba cuerpo y voz a los sueños y los deseos. De este modo, el ser humano alcanzaba su plena humanidad.
martes, 12 de marzo de 2013
lunes, 11 de marzo de 2013
lunes, 4 de marzo de 2013
(ASIGNATURA TRONCAL: Miércoles, 27 de Febrero de 2013): EL AUTOR Y SU OBRA
La relación entre un artista y una obra es relativamente reciente; nace tras las Revolución Francesa -y ha sido muy cuestionada desde Marcel Duchamp, y los dadaístas, a partir de la segunda década del siglo XX.
Anteriormente no pudo existir. Dos eran las causas. Por un lado, no existía la noción de arte tal como se definió a partir del Romanticismo, a principios del siglo XIX (la finalidad de la obra de arte fue de hacer pensar complaciendo, mientras que anteriormente, tenía como fin educar -la obra era un medio educativo, visualmente comprensible para iletrados- o incidir, como un fetiche mágico, activa e inmediatamente sobre la realidad lejana.
Por otro lado, el responsable de la obra no trabajaba solo. Era imposible; la creación independiente y solitaria estaba prohibida.
Un pintor, un escultor, un arquitecto, etc., tenía que formar parte de un taller, ya sea como ayudante -en un taller ajeno-, ya sea como responsable de su propio taller. Las obras se encargaban a talleres, no a individuos. Los talleres respondían solo a encargos (salvo obras muy personales que los jefes de taller realizaban para sí mismos o para familiares o amigos, cuando tenían tiempo).
Fue la Revolución Francesa la que acabó con la estructura gremial, y obligó a los artistas a trabajar solos y a buscar encargos, facilitados en parte por las exposiciones públicas en los llamados Salones.
Los talleres comprendían al dueño y a ayudantes. Cada uno estaba especializado. Los aprendices molían los materiales y preparaban aceites, pigmentos y barnices. Otros estaban dedicados a pintar fondos, flores, árboles, animales, detalles ornamentales. Algunos talleres tenían decenas de colaboradores. El dueño del taller ejecutaba los bocetos, y pintaba o esculpía manos y caras, que eran las partes más difíciles de realizar.
El taller tenía la obligación de mantener a los aprendices, que vivían a veces en los locales. Se entraba muy joven. La formación duraba una decena de años. Cuando un aprendiz había recorrido todas las etapas, podía solicitar ser evaluados por el gremio a fin de estar autorizado a formar su propio taller. El gremio se ocupaba de los familiares con dificultades (viudas, huérfanos).
En algunos casos, los responsables de taller reconocían la valía de algunos ayudantes hasta dejarles la responsabilidad absoluta, desde la idea y el boceto, hasta la resolución final de una obra. Así Giorgione dejó entera libertad a Tiziano, Rafael a Gulio Romano, Rubens a Van Dyck, antes de que pudieran abrir su propio taller.
Los hijos asumían en ocasiones la dirección de un taller cuando el padre fallecía o pedía facultades. Uno de los talleres más longevos, que duró generaciones, fue el taller de "los" Brueghel. Sin embargo, habitualmente, la menor valía del heredero conducía al taller a su fin, como ocurríó con los descendientes de El Greco o de Zurbarán.
Los encargos provenían sobre todo de la realeza, la aristocracia y la iglesia, salvo en países ya burgueses como Flandres y los países Bajos, en el siglo XVII, en los que burgeses compraban obras de menor tamaño con escenas cotidianas, lo que favoreció la eclosión de géneros considerados menores como el bodegón o el retrato, en detrimento de la pintura mitológica y religiosa, llegando a formarse talleres especializados en la producción masiva de cuadros de pequeño tamaño o de bronces masificados.
En ningún caso existía la noción de obra única, salvo en casos excepcionales. Los temas se repetían. Artistas y artesanos reproducían cuadros con o sin variantes, de tamaños variables y ejecución no siempre perfecta, en función de lo que se estaba dispuesto o se podía abonar. De ahí que pintores con un éxito mediocre como El Greco se viera obligado a repetir obras un gran número de veces, cuya ejecución confiaba a ayudantes, no siempre de gran talento, lo que explica la disparidad de calidades en la obra atribuida a este artista.
Solo a partir del siglo XIX se consideró que las artes plásticas y escritas fueron un medio de expresión privilegiado de un único autor -en parte por la falta masiva de encargos, al derrumbarse las estructuras sociales del Antiguo Régimen. A partir de entonces, la obra se convirtió en un reflejo del artista y su visión del mundo, y no de los valores imperantes en una sociedad dada, al menos en "Occidente".,
Nota: Todos estos comentarios son válidos solo en Europa. Sin embargo, la teoría del arte no debería limitarse a este círculo o se debería ser siempre consciente de las limitaciones de las observaciones teóricas, tanto en arte cuanto en arquitectura. Así los programas de las asignaturas del Departamento de Composición son válidos si se ciñen a la necesariamente limitada consideración occidental.
Anteriormente no pudo existir. Dos eran las causas. Por un lado, no existía la noción de arte tal como se definió a partir del Romanticismo, a principios del siglo XIX (la finalidad de la obra de arte fue de hacer pensar complaciendo, mientras que anteriormente, tenía como fin educar -la obra era un medio educativo, visualmente comprensible para iletrados- o incidir, como un fetiche mágico, activa e inmediatamente sobre la realidad lejana.
Por otro lado, el responsable de la obra no trabajaba solo. Era imposible; la creación independiente y solitaria estaba prohibida.
Un pintor, un escultor, un arquitecto, etc., tenía que formar parte de un taller, ya sea como ayudante -en un taller ajeno-, ya sea como responsable de su propio taller. Las obras se encargaban a talleres, no a individuos. Los talleres respondían solo a encargos (salvo obras muy personales que los jefes de taller realizaban para sí mismos o para familiares o amigos, cuando tenían tiempo).
Fue la Revolución Francesa la que acabó con la estructura gremial, y obligó a los artistas a trabajar solos y a buscar encargos, facilitados en parte por las exposiciones públicas en los llamados Salones.
Los talleres comprendían al dueño y a ayudantes. Cada uno estaba especializado. Los aprendices molían los materiales y preparaban aceites, pigmentos y barnices. Otros estaban dedicados a pintar fondos, flores, árboles, animales, detalles ornamentales. Algunos talleres tenían decenas de colaboradores. El dueño del taller ejecutaba los bocetos, y pintaba o esculpía manos y caras, que eran las partes más difíciles de realizar.
El taller tenía la obligación de mantener a los aprendices, que vivían a veces en los locales. Se entraba muy joven. La formación duraba una decena de años. Cuando un aprendiz había recorrido todas las etapas, podía solicitar ser evaluados por el gremio a fin de estar autorizado a formar su propio taller. El gremio se ocupaba de los familiares con dificultades (viudas, huérfanos).
En algunos casos, los responsables de taller reconocían la valía de algunos ayudantes hasta dejarles la responsabilidad absoluta, desde la idea y el boceto, hasta la resolución final de una obra. Así Giorgione dejó entera libertad a Tiziano, Rafael a Gulio Romano, Rubens a Van Dyck, antes de que pudieran abrir su propio taller.
Los hijos asumían en ocasiones la dirección de un taller cuando el padre fallecía o pedía facultades. Uno de los talleres más longevos, que duró generaciones, fue el taller de "los" Brueghel. Sin embargo, habitualmente, la menor valía del heredero conducía al taller a su fin, como ocurríó con los descendientes de El Greco o de Zurbarán.
Los encargos provenían sobre todo de la realeza, la aristocracia y la iglesia, salvo en países ya burgueses como Flandres y los países Bajos, en el siglo XVII, en los que burgeses compraban obras de menor tamaño con escenas cotidianas, lo que favoreció la eclosión de géneros considerados menores como el bodegón o el retrato, en detrimento de la pintura mitológica y religiosa, llegando a formarse talleres especializados en la producción masiva de cuadros de pequeño tamaño o de bronces masificados.
En ningún caso existía la noción de obra única, salvo en casos excepcionales. Los temas se repetían. Artistas y artesanos reproducían cuadros con o sin variantes, de tamaños variables y ejecución no siempre perfecta, en función de lo que se estaba dispuesto o se podía abonar. De ahí que pintores con un éxito mediocre como El Greco se viera obligado a repetir obras un gran número de veces, cuya ejecución confiaba a ayudantes, no siempre de gran talento, lo que explica la disparidad de calidades en la obra atribuida a este artista.
Solo a partir del siglo XIX se consideró que las artes plásticas y escritas fueron un medio de expresión privilegiado de un único autor -en parte por la falta masiva de encargos, al derrumbarse las estructuras sociales del Antiguo Régimen. A partir de entonces, la obra se convirtió en un reflejo del artista y su visión del mundo, y no de los valores imperantes en una sociedad dada, al menos en "Occidente".,
Nota: Todos estos comentarios son válidos solo en Europa. Sin embargo, la teoría del arte no debería limitarse a este círculo o se debería ser siempre consciente de las limitaciones de las observaciones teóricas, tanto en arte cuanto en arquitectura. Así los programas de las asignaturas del Departamento de Composición son válidos si se ciñen a la necesariamente limitada consideración occidental.
domingo, 3 de marzo de 2013
EL CENTRO Y EL CAMINO (HERMES Y HESTIA) (ASIGNATURA OPTATIVA, miércoles, 29 de febrero de 2013)
Los dioses griegos, como en los panteones antiguos politeístas, actuaban siempre dentro de una red de divinidades. Muy a menudo, formaban pareja con dioses antitéticos, con los que no mantenían necesariamente relaciones de parentesco.
Cada divinidad asumía una o varias funciones, se encargaba de una o varias tareas -velaba por éstas o las inspirada- y éstas se completaban o se matizaban, se enriquecían y se complicaban con las que ejercían las divinidades con las que se las relacionaba.
En Grecia, las diosas eran numerosas e importantes: Atenea- diosa de la guerra, pero también de la construcción-, Afrodita -divinidad del deseo y del odio-, Démeter -diosa de los cereales alimenticios y los muertos-, Ártemis -diosa de la naturaleza salvaje y veladora del espacio domesticado-, etc.
Pero, quizá la divinidad femenina más cercana a los seres humanos, era Hestia (en el mundo latino asociada a la diosa Vesta, conocida hoy por haber sido atendida por sacerdotisas vírgenes llamadas vestales). Hestia velaba por el corazón del espacio doméstico, del hogar. Literalmente se hallaba en el centro del hogar, que presidía y guardaba. un altar dedicado a esta divinidad se hallaba siempre cerca del fuego.
Hestia era la divinidad del fuego civilizado, controlado por los hombres. Por eso, su campo de acción no se limitaba al espacio doméstico sino que se extendía al espacio urbano. En el centro de la urbe, en efecto, solíase erigirse un templo dedicado a esta divinidad, en cuyo interior manteníase encendido en permanencia el fuego sagrado de la ciudad. Así, cuando, a partir del siglo VIII aC, los colonos griegos, quizá debido al exceso de población y la falta de recursos alimenticios se vieron obligados a emigrar de la ciudad-madre (la metrópolis) para fundar una colonia en cualquier espacio apto de la costa mediterránea, se llevaban, en una caldera especial, llamas prendidas en el templo de Hestia que, apenas desembarcaban, antes de ordenar y parcelar el terreno y erigir ningún edificio, prendían en un altar levantado con piedras o ramas; en verdad, este somero altar primerizo se convertía en el centro de la ciudad, alrededor del cual, con el tiempo, se configuraría el ágora, y que permitía ordenar con precisión el plan, a veces cuadrangular, de la ciudad a punto de ser fundada y ocupada.
Hestia, hermana de Zeus, era la única divinidad olímpica que no moraba en lo alto del monte Olimpo, en compañía del resto de los dioses, sino que estaba asentada para siempre entre los hombres.Su permanente asentamiento en el centro de las vidas de los humanos era tal, que no participaba ni siquiera en las procesiones divinas-lo que la habría obligado a ausentarse, siquiera por unas horas, de los espacios que velaba, por lo que los peligros se habrían abatido sobre el espacio habitado humano-, como la que Fidias retrató en el friso del Partenón en Atenas. Su apego a la tierra, y su conexión con los hombres era tan fuerte, que Hestia también se relacionaba con los que fueron: los difuntos. Así, Hestia estaba asentada sobre una cueva o una sima, un paso hacia el infra-mundo. De este modo, la vida y la muerte, el ciclo vital estaba en manos de Hestia. Las moradas y las últimas moradas eran de su incumbencia. Junto a ella, el hombre estaba a salvo para siempre, más allá incluso del tránsito.
Sin embargo, su eterna quietud e inmovilidad no le impedían estar en contacto con el mundo, como estudió, en un artículo célebre -cuyo texto original en francés aparece en este enlace, y cuya lectura atenta se aconseja; existe traducción española en un texto en la biblioteca de la ETSAB; véase también este breve texto -, el antropólogo cultural francés, recientemente fallecido, Jean-Pierre Vernant.
Una divinidad femenina y otra masculina: una adulta y otra casi adolescente; quieta la primera, y en permanente desplazamiento la segunda; vuelta hacia el interior, en un caso, recorriendo en mundo en el otro; siempre dentro de unos estrechos límites bien establecidos, frente a quien no cesaba de cruzar cuantas más y más lejanas, cuanto más infranqueables fronteras, mejor. El dúo Hermes-Hestia velaba o simbolizaba las dos directrices principales del espacio: el centro, sobre el que Hestia estaba "centrada", y Hermes, el dios de los viajeros y los comerciantes, la divinidad que recorría y exploraba todos los lugares, incluso los más recónditos y oscuros, de los que era capaz de salir airosa y con vida, sin perderse; por eso, todos los procesos "herméticos" estaban bajo su dirección. Hestia atesoraba bienes -cuidaba los bienes de la casa-; Hermes comerciaba con ellos, los transportaba de un hogar a otro. Ambas divinidades se necesitaban mútuamente. Sin Hestia, Hermes estaría "descentrado": no sabría dónde ir y, sin duda, se perdería; caminaría sin rumbo fijo, como si hubiera perdido el norte. En cuanto a Hestia, dependía a su vez de Hermes, para poder intercambiar bienes e ideas, para que la seguridad que el hogar proporcionaba no se convirtiera en una cárcel. El mismo contacto con el más allá, al cuidado de Hestia, solo se podía realizar gracias a la frenética actividad de Hermes, la única divinidad con la potestad de entrar y salir (con vida) del espacio de los muertos.
Quien instalaba un hogar en medio de la selva, quien lograba abrir un claro en la maleza, y levantar así un altar a Hestia, era el guía de los expedicionarios o los colonos, alentados por Hermes. Más adelante ya veremos qué características tenía que poseer esta figura que encabezaba una procesión; pero este personaje que lograba completar un proceso y darle sentido, era el director de todos aquéllos capaces de talar árboles y abrir sendas, gracias a sierras y machetes. Éstos estaban familiarizados con la naturaleza con la que mantenían tratos preferentes. lograban que aquélla se les entregara. Eran los teknites los "técnicos" o expertos en procedimientos que ordenaban el espacio (los carpinteros y conocedores de las leyes estructurales del espacio: hoy los llamaríamos urbanistas, arquitectos e ingenieros). Actuaban bajo los edictos de Hermes y adoraban a Hestia. Le consagraban altares alrededor de los cuales planificaban y erigían espacios habitables: ciudades y hogares.
Un arquitecto es, así, una figura que instara los archai: los fundamentos del espacio, transforman el espacio indómito o salvaje, presa de monstruos, alimañas y enemigos, como narran los mitos, en lugares aptos para la vida. Un arquitecto, en suma es, como explicaba Sócrates, una "parturienta", al igual que un filósofo: una figura que logra dar vida, que logra que la vida prenda, y que las tinieblas, físicas y mentales (la ignorancia, la perdición), se disipen.
De ahí que los dioses supremos, fueran siempre arquitectos.
Obviamente, la frase recíproca no tiene porqué ser.
Cada divinidad asumía una o varias funciones, se encargaba de una o varias tareas -velaba por éstas o las inspirada- y éstas se completaban o se matizaban, se enriquecían y se complicaban con las que ejercían las divinidades con las que se las relacionaba.
En Grecia, las diosas eran numerosas e importantes: Atenea- diosa de la guerra, pero también de la construcción-, Afrodita -divinidad del deseo y del odio-, Démeter -diosa de los cereales alimenticios y los muertos-, Ártemis -diosa de la naturaleza salvaje y veladora del espacio domesticado-, etc.
Pero, quizá la divinidad femenina más cercana a los seres humanos, era Hestia (en el mundo latino asociada a la diosa Vesta, conocida hoy por haber sido atendida por sacerdotisas vírgenes llamadas vestales). Hestia velaba por el corazón del espacio doméstico, del hogar. Literalmente se hallaba en el centro del hogar, que presidía y guardaba. un altar dedicado a esta divinidad se hallaba siempre cerca del fuego.
Hestia era la divinidad del fuego civilizado, controlado por los hombres. Por eso, su campo de acción no se limitaba al espacio doméstico sino que se extendía al espacio urbano. En el centro de la urbe, en efecto, solíase erigirse un templo dedicado a esta divinidad, en cuyo interior manteníase encendido en permanencia el fuego sagrado de la ciudad. Así, cuando, a partir del siglo VIII aC, los colonos griegos, quizá debido al exceso de población y la falta de recursos alimenticios se vieron obligados a emigrar de la ciudad-madre (la metrópolis) para fundar una colonia en cualquier espacio apto de la costa mediterránea, se llevaban, en una caldera especial, llamas prendidas en el templo de Hestia que, apenas desembarcaban, antes de ordenar y parcelar el terreno y erigir ningún edificio, prendían en un altar levantado con piedras o ramas; en verdad, este somero altar primerizo se convertía en el centro de la ciudad, alrededor del cual, con el tiempo, se configuraría el ágora, y que permitía ordenar con precisión el plan, a veces cuadrangular, de la ciudad a punto de ser fundada y ocupada.
Hestia, hermana de Zeus, era la única divinidad olímpica que no moraba en lo alto del monte Olimpo, en compañía del resto de los dioses, sino que estaba asentada para siempre entre los hombres.Su permanente asentamiento en el centro de las vidas de los humanos era tal, que no participaba ni siquiera en las procesiones divinas-lo que la habría obligado a ausentarse, siquiera por unas horas, de los espacios que velaba, por lo que los peligros se habrían abatido sobre el espacio habitado humano-, como la que Fidias retrató en el friso del Partenón en Atenas. Su apego a la tierra, y su conexión con los hombres era tan fuerte, que Hestia también se relacionaba con los que fueron: los difuntos. Así, Hestia estaba asentada sobre una cueva o una sima, un paso hacia el infra-mundo. De este modo, la vida y la muerte, el ciclo vital estaba en manos de Hestia. Las moradas y las últimas moradas eran de su incumbencia. Junto a ella, el hombre estaba a salvo para siempre, más allá incluso del tránsito.
Sin embargo, su eterna quietud e inmovilidad no le impedían estar en contacto con el mundo, como estudió, en un artículo célebre -cuyo texto original en francés aparece en este enlace, y cuya lectura atenta se aconseja; existe traducción española en un texto en la biblioteca de la ETSAB; véase también este breve texto -, el antropólogo cultural francés, recientemente fallecido, Jean-Pierre Vernant.
Una divinidad femenina y otra masculina: una adulta y otra casi adolescente; quieta la primera, y en permanente desplazamiento la segunda; vuelta hacia el interior, en un caso, recorriendo en mundo en el otro; siempre dentro de unos estrechos límites bien establecidos, frente a quien no cesaba de cruzar cuantas más y más lejanas, cuanto más infranqueables fronteras, mejor. El dúo Hermes-Hestia velaba o simbolizaba las dos directrices principales del espacio: el centro, sobre el que Hestia estaba "centrada", y Hermes, el dios de los viajeros y los comerciantes, la divinidad que recorría y exploraba todos los lugares, incluso los más recónditos y oscuros, de los que era capaz de salir airosa y con vida, sin perderse; por eso, todos los procesos "herméticos" estaban bajo su dirección. Hestia atesoraba bienes -cuidaba los bienes de la casa-; Hermes comerciaba con ellos, los transportaba de un hogar a otro. Ambas divinidades se necesitaban mútuamente. Sin Hestia, Hermes estaría "descentrado": no sabría dónde ir y, sin duda, se perdería; caminaría sin rumbo fijo, como si hubiera perdido el norte. En cuanto a Hestia, dependía a su vez de Hermes, para poder intercambiar bienes e ideas, para que la seguridad que el hogar proporcionaba no se convirtiera en una cárcel. El mismo contacto con el más allá, al cuidado de Hestia, solo se podía realizar gracias a la frenética actividad de Hermes, la única divinidad con la potestad de entrar y salir (con vida) del espacio de los muertos.
Quien instalaba un hogar en medio de la selva, quien lograba abrir un claro en la maleza, y levantar así un altar a Hestia, era el guía de los expedicionarios o los colonos, alentados por Hermes. Más adelante ya veremos qué características tenía que poseer esta figura que encabezaba una procesión; pero este personaje que lograba completar un proceso y darle sentido, era el director de todos aquéllos capaces de talar árboles y abrir sendas, gracias a sierras y machetes. Éstos estaban familiarizados con la naturaleza con la que mantenían tratos preferentes. lograban que aquélla se les entregara. Eran los teknites los "técnicos" o expertos en procedimientos que ordenaban el espacio (los carpinteros y conocedores de las leyes estructurales del espacio: hoy los llamaríamos urbanistas, arquitectos e ingenieros). Actuaban bajo los edictos de Hermes y adoraban a Hestia. Le consagraban altares alrededor de los cuales planificaban y erigían espacios habitables: ciudades y hogares.
Un arquitecto es, así, una figura que instara los archai: los fundamentos del espacio, transforman el espacio indómito o salvaje, presa de monstruos, alimañas y enemigos, como narran los mitos, en lugares aptos para la vida. Un arquitecto, en suma es, como explicaba Sócrates, una "parturienta", al igual que un filósofo: una figura que logra dar vida, que logra que la vida prenda, y que las tinieblas, físicas y mentales (la ignorancia, la perdición), se disipen.
De ahí que los dioses supremos, fueran siempre arquitectos.
Obviamente, la frase recíproca no tiene porqué ser.
lunes, 25 de febrero de 2013
Mitos y leyendas (asignatura optativa)
Un mito es un relato. Los protagonistas son seres sobrenaturales (dioses o héroes), o de otra era (seres humanos primordiales). Los hechos narrados acontecieron en otro tiempo, anterior al tiempo de los hombres.
Los mitos son una respuesta a una pregunta: ¿por qué acontecer ciertos hechos, no deseados o buscados, que afectan la vida de los humanos?: nacimientos, enfermedades, accidentes, desapariciones, plagas, muertes, etc. La respuesta es aceptada porque la causa del problema escapa a cualquier decisión e intervención humana. Son seres inmorales quienes causaron la aparición en la tierra de males o de fenómenos que afectan, para bien o para mal, la vida de los mortales.
De este modo, éstos no pueden sentirse culpables de lo que les ocurre así como de lo que acontece a los demás. No han hecho nada ni nada pueden hacer.
Este tipo de relatos son comunes a todas las culturas tradicionales y antiguas. Son narraciones orales. No tienen un único autor. Por el contrario, fueron creadas colectivamente, durante años, en diversos lugares. Los poetas, los vates, también los sacerdotes han sido quienes han divulgado estos relatos, contados habitualmente durante ceremonias, por ejemplo, rituales de paso.
La mitología (de mito y logos: palabra verdadera aunque no probada, y palabra verdadera demostrable, según el griego Platón) es el estudio del mito.
Mito viene del griego mythos: significa, en efecto, palabra verdadera: cuenta un hecho cierto, aunque indemostrable (puesto que lo contado acontece en un tiempo en que los humanos no existían). El conocimiento del hecho incumbe a quien lo cuenta: algún poder sobrenatural le ha dictado, gracias a un trance, o en sueños, lo que ocurrió. El cuentista trata de reproducir, si no las mismas palabras, sí lo que se cuenta, con otras palabras, humanas, comprensibles por los humanos.
Los hechos narrados son incuestionables. Nadie duda de la veracidad del mito. Incluso, un filósofo poco dado a la creencia en este tipo de relatos como Platón -aunque no los cuestionara todos- no dudada en recurrir a modelos míticos para contar ciertas verdades de modo que pudieran ser aceptadas por los oyentes.
La mitología se enfrenta a un problema. Se trata de una ciencia que analiza unos relatos, escritos -aunque existieron mitógrafos (transcriptores de relatos orales), incluso mitólogos (estudiosos de este tipo de relatos), en la antigüedad, que trabajaron a partir de textos orales. Desde el siglo XIX, la mitología se basa en el análisis de mitos puestos por escrito.
Los primeros estudios de mitos se centraron en relatos griegos.
Sin duda, todas las culturas han tenido mitos orales. Algunas, mitos que acabaron transcritos. Las formas del mito, la estructura del mito, los motivos míticos, se obtuvieron de mitos escritos griegos. Posteriormente, se trató de hallar estructuras y motivos similares en relatos míticos orales y escritos de otras culturas. Este comparación ha sido fructífera, pero ha obligado a estudiar relatos de muy diversas culturas a partir de modelos y pautas griegos.
Algunos estudiosos consideran que las leyendas son relatos que mantienen ciertas diferencias con los mitos. Relatan hechos similares, de manera parecida. Mas los protagonistas no son siempre seres sobrenaturales, ni los hechos narrados se refieren siempre a pasiones humanas o a acontecimientos determinantes para la vida o la supervivencia humanas. Por este motivo, se piensa que las leyendas pudieran haberse basado en hechos históricos magnificados o "mitificados" posteriormente, es decir, contados a la manera de los hechos de los dioses y los héroes. La diferencia, en este sentido, entre mitos y leyendas, no está siempre clara. así, aún se discute si el Poema de Gilgamesh narra la vida y las acciones de un rey imaginario (imaginario para nosotros, no para los mesopotámicos quienes creían en lo que el Poema contaba), o si, por el contrario, existe un fundamento verídico a lo narrado, al menos a la descripción del rey.
Del mismo modo, no se sabe bien si la saga artúrica se trata de un mito o una leyenda.
Precisamente, la saga del rey Arturo, puesta por escrito hacia el siglo XI, y que narra acontecimientos supuestamente acaecidos seis siglos antes, ha dado pie, junto a sagas nórdicas, a la consideración que la diferencia entre mito y leyenda no afecta a la estructura narrativa o a lo que se narra, sino que solo anota diferencias culturales. Así, mientras los mitos, que se considera han existido en todas las culturas, han sido analizados a partir de modelos griegos, y griegos son los mitos paradigmáticos, las leyendas y las sagas no serían relatos mitificados a partir de hechos y personajes históricos, sino que serían simplemente mitos norteños; pero mitos, al fin. A éstos, fruto de creencias y costumbres diversas de las griegas, se les habría dado el nombre de leyendas.
La diferencia entre el mito y la leyenda ya no afectaría a nada sustancial. Serían términos sinónimos, y mostrarían que la mitología no puede reducirse al estudio de los mitos griegos, sino que cada cultura -como las culturas del norte de Inglaterra, o de los países nórdicos europeos- posee sus propios relatos fundacionales a los que se les aplica un mismo término: mito, cuando, quizá se deberían emplear sustantivos distintos en función de las culturas generadores de esos relatos primigeniios.
El debate sobre los mitos y las leyendas posiblemente aun no esté cerrado, y revele quizá los juicios y prejuicios de los estudiosos.
Los mitos son una respuesta a una pregunta: ¿por qué acontecer ciertos hechos, no deseados o buscados, que afectan la vida de los humanos?: nacimientos, enfermedades, accidentes, desapariciones, plagas, muertes, etc. La respuesta es aceptada porque la causa del problema escapa a cualquier decisión e intervención humana. Son seres inmorales quienes causaron la aparición en la tierra de males o de fenómenos que afectan, para bien o para mal, la vida de los mortales.
De este modo, éstos no pueden sentirse culpables de lo que les ocurre así como de lo que acontece a los demás. No han hecho nada ni nada pueden hacer.
Este tipo de relatos son comunes a todas las culturas tradicionales y antiguas. Son narraciones orales. No tienen un único autor. Por el contrario, fueron creadas colectivamente, durante años, en diversos lugares. Los poetas, los vates, también los sacerdotes han sido quienes han divulgado estos relatos, contados habitualmente durante ceremonias, por ejemplo, rituales de paso.
La mitología (de mito y logos: palabra verdadera aunque no probada, y palabra verdadera demostrable, según el griego Platón) es el estudio del mito.
Mito viene del griego mythos: significa, en efecto, palabra verdadera: cuenta un hecho cierto, aunque indemostrable (puesto que lo contado acontece en un tiempo en que los humanos no existían). El conocimiento del hecho incumbe a quien lo cuenta: algún poder sobrenatural le ha dictado, gracias a un trance, o en sueños, lo que ocurrió. El cuentista trata de reproducir, si no las mismas palabras, sí lo que se cuenta, con otras palabras, humanas, comprensibles por los humanos.
Los hechos narrados son incuestionables. Nadie duda de la veracidad del mito. Incluso, un filósofo poco dado a la creencia en este tipo de relatos como Platón -aunque no los cuestionara todos- no dudada en recurrir a modelos míticos para contar ciertas verdades de modo que pudieran ser aceptadas por los oyentes.
La mitología se enfrenta a un problema. Se trata de una ciencia que analiza unos relatos, escritos -aunque existieron mitógrafos (transcriptores de relatos orales), incluso mitólogos (estudiosos de este tipo de relatos), en la antigüedad, que trabajaron a partir de textos orales. Desde el siglo XIX, la mitología se basa en el análisis de mitos puestos por escrito.
Los primeros estudios de mitos se centraron en relatos griegos.
Sin duda, todas las culturas han tenido mitos orales. Algunas, mitos que acabaron transcritos. Las formas del mito, la estructura del mito, los motivos míticos, se obtuvieron de mitos escritos griegos. Posteriormente, se trató de hallar estructuras y motivos similares en relatos míticos orales y escritos de otras culturas. Este comparación ha sido fructífera, pero ha obligado a estudiar relatos de muy diversas culturas a partir de modelos y pautas griegos.
Algunos estudiosos consideran que las leyendas son relatos que mantienen ciertas diferencias con los mitos. Relatan hechos similares, de manera parecida. Mas los protagonistas no son siempre seres sobrenaturales, ni los hechos narrados se refieren siempre a pasiones humanas o a acontecimientos determinantes para la vida o la supervivencia humanas. Por este motivo, se piensa que las leyendas pudieran haberse basado en hechos históricos magnificados o "mitificados" posteriormente, es decir, contados a la manera de los hechos de los dioses y los héroes. La diferencia, en este sentido, entre mitos y leyendas, no está siempre clara. así, aún se discute si el Poema de Gilgamesh narra la vida y las acciones de un rey imaginario (imaginario para nosotros, no para los mesopotámicos quienes creían en lo que el Poema contaba), o si, por el contrario, existe un fundamento verídico a lo narrado, al menos a la descripción del rey.
Del mismo modo, no se sabe bien si la saga artúrica se trata de un mito o una leyenda.
Precisamente, la saga del rey Arturo, puesta por escrito hacia el siglo XI, y que narra acontecimientos supuestamente acaecidos seis siglos antes, ha dado pie, junto a sagas nórdicas, a la consideración que la diferencia entre mito y leyenda no afecta a la estructura narrativa o a lo que se narra, sino que solo anota diferencias culturales. Así, mientras los mitos, que se considera han existido en todas las culturas, han sido analizados a partir de modelos griegos, y griegos son los mitos paradigmáticos, las leyendas y las sagas no serían relatos mitificados a partir de hechos y personajes históricos, sino que serían simplemente mitos norteños; pero mitos, al fin. A éstos, fruto de creencias y costumbres diversas de las griegas, se les habría dado el nombre de leyendas.
La diferencia entre el mito y la leyenda ya no afectaría a nada sustancial. Serían términos sinónimos, y mostrarían que la mitología no puede reducirse al estudio de los mitos griegos, sino que cada cultura -como las culturas del norte de Inglaterra, o de los países nórdicos europeos- posee sus propios relatos fundacionales a los que se les aplica un mismo término: mito, cuando, quizá se deberían emplear sustantivos distintos en función de las culturas generadores de esos relatos primigeniios.
El debate sobre los mitos y las leyendas posiblemente aun no esté cerrado, y revele quizá los juicios y prejuicios de los estudiosos.
Obras de arte, útiles y fetiches
El nombre completo de la asignatura de Estética es: Estética y Teoría de las artes.
Existe una leve diferencia entre ambas partes del título. Mientras la Teoría del arte (o de las artes) consiste en una reflexión sobre la esencia y la función del arte y de la obra de arte, poniendo así el acento en lo que se observa o estudia, la Estética, por el contrario, se centra en el observador, y estudia cuáles son las debidas condiciones en las que el observador o espectador tiene que situarse ante un objeto dotado de significado para poder recibirlo y descifrarlo correctamente.
Por otra parte, así como la Teoría del arte se centra exclusivamente en la creación (humana), la Estética valora cómo es recibido cualquier ente significativo, ya sea artificial (fruto del obrar humano) ya sea, sobre todo, natural, partiendo del postulado, ya caduco en sociedades modernas, que existen objetos naturales que son portadores de sentido o que parecen dispuestos de tal modo que pueden librar algún mensaje o secreto.
La Estética y Teoría del Arte se enfrena a una paradoja -se debería antes mencionar que por arte se entiende un tipo de trabajo que tiene como consecuencia una obra "de" arte, mientras que ésta última consiste en un ente fruto de un trabajo manual y/o intelectivo (o intelectual).
Así como la Estética postula que cualquier ente, natural o artificial, es susceptible de ser significativo, y la Teoría de arte parte del presupuesto que existen productos humanos cuya función consiste en vehicular mensajes a través de una apariencia o forma sensible -capaz de sensibilizar a un espectador, de llamarle la atención, de fascinarlo-, forma que puede ser atractiva o repulsiva, pero que, en todo caso, no puede dejar indiferente, ambas "ciencias" -la Estética y la Teoría- estudian objetos relativamente recientes -comparados con la historia humana-, puesto que no existieron antes de la segunda mitad del siglo XVIII.
Esta afirmación puede sorprender, si se piensa en la cantidad y calidad de objetos que pueblan los museos "de arte" así como de arqueología y etnografía: conservan amplias y a veces deslumbrantes colecciones de estatuas, pinturas y textos -que son considerados no solo obras de arte, sino que son calificados de obras maestras- anteriores al Siglo de las Luces.
¿Qué ocurre, entonces?
Todas esas piezas antiguas, que consideramos obras de arte, y que tratamos como tales, es decir percibiéndolas con los sentidos, y pensando en su posible significado, al mismo tiempo que se disfrutan -o son abominadas-, no eran obras de arte: es decir, no fueron pensadas ni realizadas para cumplir con la función que atribuimos modernamente a una obra de arte: hacer sentir y pensar al mismo tiempo, ofreciendo nuevos puntos de vista, críticos, amables o duros, sobre el mundo y el ser humano.
¡Para qué fueron creadas, pues?
Todo lo que consideramos obra de arte clásica y antigua, de cualquier cultura y época anterior al siglo XVIII -al menos en Occidente- era, en verdad, ya sea un útil, ya sea un objeto mágico (un fetiche).
Es cierto que estas piezas necesitan poseer ciertas cualidades formales o sensibles que las predispusieran a ser utilizadas. Mas su finalidad no era la de provocar un inicial placer u horror. Su finalidad básica consistía, en un caso, en facilitar o educar la vida (siendo un útil, que mejoraba las condiciones de la vida, y formaba al ser humano, ayudándole en su vida diaria, y/o en su educación, transmitiéndole una serie de nociones, de valores, de conocimientos), y en el caso del objeto mágico, de permitirle incidir en la realidad a distancia, ampliando el campo de acción, y los efectos de ésta, del ser humano. En este caso, el objeto mágico sustituía a lo o a quien era representado, aludido o suplantado por el fetiche.
En ambos casos, los útiles y los fetiches no buscaban placer o desagradar, ni hacer reflexionar, sino facilitar la vida, ya sea mejorando el gesto o el conocimiento, ya sea aumentando la potencia del gesto. No era estrictamente necesario que ambos tipos de objetos fueran seductores o intrigantes. Era necesario, por el contrario, que fueran efectivos: legibles o potentes. Por tanto, cualquier elemento que pudiera distraer era repudiado: así, una apariencia excesivamente seductora o compleja de una imagen gráfica o textual, podía apartar al usuario de lo que importaba: la adquisición de normas o conocimientos útiles para la vida regulada. La forma excesivamente "formal" o cualificada iba en detrimento del contenido, de su fácil legilibilidad, de su clara comprensión.
¿Significa este comentario que la obra de arte está totalmente deslingada de la magia? Es lo que tendremos que comentar.
Existe una leve diferencia entre ambas partes del título. Mientras la Teoría del arte (o de las artes) consiste en una reflexión sobre la esencia y la función del arte y de la obra de arte, poniendo así el acento en lo que se observa o estudia, la Estética, por el contrario, se centra en el observador, y estudia cuáles son las debidas condiciones en las que el observador o espectador tiene que situarse ante un objeto dotado de significado para poder recibirlo y descifrarlo correctamente.
Por otra parte, así como la Teoría del arte se centra exclusivamente en la creación (humana), la Estética valora cómo es recibido cualquier ente significativo, ya sea artificial (fruto del obrar humano) ya sea, sobre todo, natural, partiendo del postulado, ya caduco en sociedades modernas, que existen objetos naturales que son portadores de sentido o que parecen dispuestos de tal modo que pueden librar algún mensaje o secreto.
La Estética y Teoría del Arte se enfrena a una paradoja -se debería antes mencionar que por arte se entiende un tipo de trabajo que tiene como consecuencia una obra "de" arte, mientras que ésta última consiste en un ente fruto de un trabajo manual y/o intelectivo (o intelectual).
Así como la Estética postula que cualquier ente, natural o artificial, es susceptible de ser significativo, y la Teoría de arte parte del presupuesto que existen productos humanos cuya función consiste en vehicular mensajes a través de una apariencia o forma sensible -capaz de sensibilizar a un espectador, de llamarle la atención, de fascinarlo-, forma que puede ser atractiva o repulsiva, pero que, en todo caso, no puede dejar indiferente, ambas "ciencias" -la Estética y la Teoría- estudian objetos relativamente recientes -comparados con la historia humana-, puesto que no existieron antes de la segunda mitad del siglo XVIII.
Esta afirmación puede sorprender, si se piensa en la cantidad y calidad de objetos que pueblan los museos "de arte" así como de arqueología y etnografía: conservan amplias y a veces deslumbrantes colecciones de estatuas, pinturas y textos -que son considerados no solo obras de arte, sino que son calificados de obras maestras- anteriores al Siglo de las Luces.
¿Qué ocurre, entonces?
Todas esas piezas antiguas, que consideramos obras de arte, y que tratamos como tales, es decir percibiéndolas con los sentidos, y pensando en su posible significado, al mismo tiempo que se disfrutan -o son abominadas-, no eran obras de arte: es decir, no fueron pensadas ni realizadas para cumplir con la función que atribuimos modernamente a una obra de arte: hacer sentir y pensar al mismo tiempo, ofreciendo nuevos puntos de vista, críticos, amables o duros, sobre el mundo y el ser humano.
¡Para qué fueron creadas, pues?
Todo lo que consideramos obra de arte clásica y antigua, de cualquier cultura y época anterior al siglo XVIII -al menos en Occidente- era, en verdad, ya sea un útil, ya sea un objeto mágico (un fetiche).
Es cierto que estas piezas necesitan poseer ciertas cualidades formales o sensibles que las predispusieran a ser utilizadas. Mas su finalidad no era la de provocar un inicial placer u horror. Su finalidad básica consistía, en un caso, en facilitar o educar la vida (siendo un útil, que mejoraba las condiciones de la vida, y formaba al ser humano, ayudándole en su vida diaria, y/o en su educación, transmitiéndole una serie de nociones, de valores, de conocimientos), y en el caso del objeto mágico, de permitirle incidir en la realidad a distancia, ampliando el campo de acción, y los efectos de ésta, del ser humano. En este caso, el objeto mágico sustituía a lo o a quien era representado, aludido o suplantado por el fetiche.
En ambos casos, los útiles y los fetiches no buscaban placer o desagradar, ni hacer reflexionar, sino facilitar la vida, ya sea mejorando el gesto o el conocimiento, ya sea aumentando la potencia del gesto. No era estrictamente necesario que ambos tipos de objetos fueran seductores o intrigantes. Era necesario, por el contrario, que fueran efectivos: legibles o potentes. Por tanto, cualquier elemento que pudiera distraer era repudiado: así, una apariencia excesivamente seductora o compleja de una imagen gráfica o textual, podía apartar al usuario de lo que importaba: la adquisición de normas o conocimientos útiles para la vida regulada. La forma excesivamente "formal" o cualificada iba en detrimento del contenido, de su fácil legilibilidad, de su clara comprensión.
¿Significa este comentario que la obra de arte está totalmente deslingada de la magia? Es lo que tendremos que comentar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)