domingo, 18 de diciembre de 2011

Arte moderno y contemporáneo: balance

El puño invisible

Mario Vargas Llosa, 

El País, domingo 18 de diciembre de 2011


El libro de Carlos Granés rastrea una de las más perversas derivas de la cultura posmoderna: la dictadura de la teoría que en nuestro tiempo pasó de justificar a reemplazar a la obra de arte


No creo que nadie haya trazado un fresco tan completo, animado y lúcido sobre todas las vanguardias artísticas del siglo XX como lo ha hecho Carlos Granés en el libro que acaba de aparecer: El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (Taurus). Lo he leído con la felicidad y la excitación con que leo las mejores novelas.
Granés no puede evitar que su ensayo sea la constatación de un enorme desperdicio. ¿Qué quedó de tanta alharaca y desvarío? En cuanto a obras concretas, casi nada.
La ambición que alienta su ensayo es desmedida, pues equivale a la de querer encerrar un océano en una pecera, o a todas las fieras del África en un corral. Y no sólo ha conseguido este milagro; además, se las ha arreglado para poner un poco de orden en ese caos de hechos, obras y personas y, luego de un agudo análisis de las ideas, desplantes, manifiestos, provocaciones y obras más representativas de ese protoplasmático quehacer que va del futurismo a la posmodernidad, pasando por el dadaísmo, el surrealismo, el letrismo, el situacionismo, y demás ismos, grupos, grupúsculos y sectas que en Europa y Estados Unidos representaron la vanguardia, sacar conclusiones significativas sobre la evolución de la cultura y el arte de Occidente en este vasto periodo histórico.
El mérito mayor de su estudio no es cuantitativo sino de cualidad. Pese a su riquísima información, no es erudito ni académico y no está estorbado de notas pretenciosas. Su sólida argumentación se alivia con un estilo claro y vivaces biografías y anécdotas sobre los personajes centrales y las comparsas que, pintando, esculpiendo, escribiendo, componiendo, o, simplemente imprecando, se propusieron hacer tabla rasa del pasado, abolir la tradición, y fundar desde cero un nuevo mundo radicalmente distinto de aquél que encontraron al nacer. Eran muy distintos entre sí pero todos decían odiar a la burguesía, a la academia, a la política y a los usos reinantes. Todos hablaban de revolución aunque la palabra tuviera significados distintos según las bocas que la pronunciaran. Querían liberar el amor, cambiar la vida, dar derecho de ciudad a los deseos, traer la justicia a la tierra, eternizar la niñez, el goce y los sueños, y eran tan puros que creían que los instrumentos adecuados para conseguirlo eran la poesía, los pinceles, el teatro, la diatriba, el panfleto y la farsa.
Había entre ellos verdaderos pensadores, poetas y artistas de gran valía, como un André Breton o un George Grosz, y abundaban los agitadores y bufones, pero todos, hasta los más insignificantes entre ellos, dejaron alguna huella en un proceso en el que, como muestra admirablemente el libro de Carlos Granés, la literatura, las artes y la cultura en general fueron cambiando de naturaleza, reemplazando el fondo por las puras formas, y trivializándose cada vez más, en tanto que, en el curso de los años, pese a sus insolencias y audacias, el establecimiento iba domesticando a unos y a otros y reabsorbiendo toda esa agitación contestataria hasta corromper literalmente -mediante la opulencia y la fama- a los antiguos anarquistas y revolucionarios. Algunos se suicidaron, otros desaparecieron sin pena ni gloria, pero los más astutos se hicieron ricos y célebres, y alguno de ellos terminó invitado a tomar el té a la Casa Blanca o ennoblecido por la Reina Isabel. Andy Warhol recibió un balazo en el estómago por el delito de ser hombre (según explicó su victimaria, Valerie Solanas), pero, en vez de 15 minutos, su gloria duró decenios y todavía no se extingue.
Pese a lo amenas y pintorescas que suelen ser las páginas de El puño invisible cuando relatan las matonerías de Marinetti, las extravagancias de Tzara, las audacias de Duchamp, el cerebralismo de John Cage y sus conciertos silenciosos, las locuras de Isidore Isou, el frenético exhibicionismo de un Allen Ginsberg, o el salto del taller de pintura al terrorismo de algunos vanguardistas italianos, alemanes y norteamericanos, el libro de Granés es profundamente trágico. Porque, con todo el respeto y la simpatía con que él investiga y se esfuerza por mostrar lo mejor que hay en aquellas vanguardias, no puede evitar que su ensayo sea la constatación de un enorme desperdicio, de un absoluto fracaso. Un verdadero parto de los montes del que sólo salieron ratoncillos.
¿Qué quedó de tanta alharaca y desvarío? En cuanto a obras concretas, casi nada. Lo menos perecedero que en pintura, poesía, música e ideas se produjo en Occidente en esos años no formó parte o, si lo hizo, se apartó pronto de la "vanguardia" y tomó otro rumbo: el de Mahler, Joyce, Kafka, Picasso o Proust. Aquélla acabó por convertirse en un ruidoso simulacro que, a menudo, galeristas, publicistas y especuladores del establecimiento trastocaron en pingüe negocio. O, todavía peor, en una payasada ridícula. Una vez más quedó claro que el arte y la literatura progresan con realizaciones concretas -obras maestras- más que con manifiestos y bravatas, y que la disciplina, el trabajo, la reelaboración inteligente de la tradición, son más fértiles que el fuego de artificio o el espectáculo-provocación.
Una de las últimas escenas que describe El puño invisible es una exposición muy peculiar de Yves Klein, quien, por ese entonces, propugnaba la teoría de la "desmaterialización del objeto". Fiel a su tesis, el artista presentaba una galería vacía, sin cuadros ni muebles. El visitante recibía al ingresar un cóctel azul "que lo mantenía orinando del mismo color durante varios días". ¿Y la obra exhibida? "No existía: o sí, la llevaba el visitante en la vejiga", explica Granés. Por esos mismos días, Piero Manzoni convertía en arte todos los cuerpos humanos que se cruzaban en su camino, con el dispositivo mágico de estamparles su firma en el brazo. Otros, comían excrementos, adornaban calaveras con brillantes, o, como el celebrado Michael Creed, ganador del Turner Prize, prendían y apagaban la luz de una sala, proeza que la Tate Britain celebró explicando que, a través de este paso de la oscuridad a la claridad, el artista "exponía las reglas y convenciones que suelen pasar desapercibidas". (Y es seguro que se lo creía).
Después de muchas páginas dedicadas a rastrear una de las más perversas derivas de la cultura posmoderna, es decir, la dictadura de la teoría que en nuestro tiempo pasó de justificar a reemplazar a la obra de arte, Carlos Granés afirma, con toda razón: "No se puede premiar sistemáticamente la estupidez y esperar que esto no traiga consecuencias sociales y culturales". Esta frase resume de manera prístina la absorbente historia que cuenta su libro: cómo una voluntad de ruptura y negación que movilizó a tantos espíritus generosos desde los comienzos del siglo XX y que conmovió hasta las raíces las actividades artísticas y literarias del mundo occidental, fue insensiblemente deshaciéndose de todo lo que había en ella de creativo y tornándose puro gesto y embeleco, es decir, un espectáculo que divertía a aquellos que pretendía agredir, arrastrando por lo demás, en esta caída en el infierno de la nadería, a los cánones, patrones y tablas de valores que habían regulado antes la vida cultural. Acabaron con ellos pero nada los reemplazó y desde entonces vivimos, en este orden de cosas, en la más absoluta confusión.
Por eso, sólo al terminar este magnífico libro descubren los lectores la razón de ser de su bello título: aunque en cien años de vanguardia no construyera muchas cosas inmarcesibles en el dominio del espíritu, el poder destructivo de ese "puño invisible" sí fue cataclísmico. Ahí están, como prueba, los escombros que nos rodean.

sábado, 10 de diciembre de 2011

MICHEL FOUCAULT: De los espacios otros (1967)


Michel Foucault / Los espacios otros

"Des espaces autres», conferencia pronunciada en el Centre d’Études architecturales el 14 de marzo de 1967 y publicada en Architecture, Mouvement, Continuité, n° 5, octubre 1984, págs. 46-49. Traducción al español por Luis Gayo Pérez Bueno, publicada en revista Astrágalo, n° 7, septiembre de 1997.

Una reflexión sobre espacios donde las funciones y las percepciones se desvían en relación con los lugares comunes donde la vida humana se desarrolla

Nadie ignora que la gran obsesión del siglo xix, su idea fija, fue la historia: ya como desarrollo y fin, crisis y ciclo, acumulación del pasado, sobrecarga de muertos o enfriamiento amenazante del mundo. El siglo xix encontró en el segundo principio de la termodinámica el grueso de sus recursos mitológicos. Nuestra época sería más bien la época del espacio. Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla. Podría decirse acaso que las disputas ideológicas que animan las polémicas actuales se verifican entre los descendientes devotos del tiempo y los empedernidos habitantes del espacio. El estructuralismo, o al menos lo que se agrupa bajo esa rúbrica un tanto genérica, consiste en el esfuerzo para establecer, entre elementos que a lo largo del tiempo han podido estar desperdigados, un conjunto de relaciones que los haga aparecer como una especie de configuración; y con esto no se trata tanto de negar el tiempo, no; es un modo determinado de abordar lo que se denomina tiempo y lo que se denomina historia.
No podemos dejar de señalar no obstante que el espacio que se nos descubre hoy en el horizonte de nuestras inquietudes, teorías, sistemas no es una innovación; el espacio, en la experiencia occidental, tiene una historia, y no cabe ignorar por más tiempo este fatal entrecruzamiento del tiempo con el espacio. Para bosquejar aunque sea burdamente esta historia del espacio podríamos decir que en la Edad Media era un conjunto jerarquizado de lugares: lugares sagrados y profanos, lugares resguardados y lugares, por el contrario, abiertos, sin defensa, lugares urbanos y lugares rurales (dispuestos para la vida efectiva de los humanos); la teoría cosmológica distinguía entre lugares supracelestes, en oposición a los celestes; y lugares celestes opuestos a su vez a los terrestres; había lugares en los que los objetos se encontraban situados porque habían sido desplazados a pura fuerza, y luego lugares, por el contrario, en que los objetos encontraban su emplazamiento y su sitio naturales. Toda esta jerarquía, esta oposición, esta superposición de lugares constituía lo que cabría llamar groseramente el espacio medieval, un espacio de localización.
La apertura de este espacio de localización vino de la mano de Galileo, pues el verdadero escándalo de la obra de Galileo no fue tanto el haber descubierto, el haber redescubierto, más bien, que la Tierra giraba alrededor del Sol, sino el haber erigido un espacio infinito, e infinitamente abierto. de tal modo que el espacio de la Edad Media se encontraba de algún modo como disuelto, el lugar de una cosa no era sino un punto en su movimiento, tanto como el repose de una cosa no era sino un movimiento indefinidamente ralentizado. En otras palabras, desde Galileo, desde el siglo xviii, la extensión sustituye a la localización.




Espacio de ubicación


En la actualidad, la ubicación ha sustituido a la extensión, que a su vez sustituyó a la localización. La ubicación se define por las relaciones de vecindad entre puntos o elementos; formalmente, puede describirse como series, árboles, cuadrículas.
Por otro lado, es conocida la importancia de los problemas de ubicación en la técnica contemporánea: almacenamiento de la información o de los resultados parciales de un cálculo en la memoria de una máquina, circulación de elementos discrecionales, de salida aleatoria (caso de los automóviles y hasta de los sonidos en una línea telefónica), marcación de elementos, señalados o cifrados, en el interior de un conjunto ya repetido al azar, ya ordenado dentro de una clasificación unívoca o según una clasificación plurívoca, etc.
Más en concreto, el problema del lugar o de la ubicación se plantea para los humanos en términos de demografía; y este último problema de la ubicación humana no consiste simplemente en resolver la cuestión de habrá bastante espacio para la especie humana en el mundo —problema, por lo demás, de suma importancia—, sino también en determinar qué relaciones de vecindad, qué clase de almacenamiento, de circulación, de marcación, de clasificación de los elementos humanos debe ser considerada preferentemente en tal o cual situación para alcanzar tal o cual fin. Vivimos en una época en la que espacio se nos ofrece bajo la forma de relaciones de ubicación.
Sea como fuere, tengo para mí que la inquietud actual se suscita fundamentalmente en relación con el espacio, mucho más que en relación con el tiempo; el tiempo no aparece probablemente más que como uno de los juegos de distribución posibles entre los elementos que se reparten en el espacio.
Ahora bien, pese a todas las técnicas que lo delimitan, pese a todas las redes de saber que permiten definirlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo no está todavía completamente desacralizado —a diferencia sin duda del tiempo, que sí lo fue en el siglo xix—. Es verdad que ha habido una cierta desacralización teórica del espacio ( a la que la obra de Galileo dio la señal de partida), pero quizás aún no asistimos a una efectiva desacralización del espacio. Y es posible que nuestra propia vida esté dominada por un determinado número de oposiciones intangibles, a las que la institución y la práctica aún no han osado acometer; oposiciones que admitimos como cosas naturales: por ejemplo, las relativas al espacio público y al espacio privado, espacio familiar y espacio social, espacio cultural y espacio productivo, espacio de recreo y espacio laboral; espacios todos informados por una sorda sacralización.
La obra —inmensa de Bachelard—, las descripciones de los fenomenólogos nos han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien, en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizás por fantasmas: el espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas; espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado; es un espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal.
Estos análisis, no obstante, aun siendo fundamentales para la reflexión contemporánea, hacen referencia sobre todo al espacio interior. Mi interés aquí es tratar del espacio exterior.
El espacio que habitamos, que nos hace salir fuera de nosotros mismos, en el cual justamente se produce la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos consume y avejenta es también en sí mismo un espacio heterogéneo. En otras palabras, no vivimos en una especie de vacío, en cuyo seno podrían situarse las personas y las cosas. No vivimos en el interior de un vacío que cambia de color, vivimos en el interior de un conjunto de relaciones que determinan ubicaciones mutuamente irreductibles y en modo alguno superponibles.
Nada costaría, claro está, emprender la descripción de estas distintas ubicaciones, investigando cuál es el conjunto de relaciones que permite definir esa ubicación. Sin ir más lejos, describir el conjunto de relaciones que definen las ubicaciones de las travesías, las calles, los ferrocarriles (el ferrocarril constituye un extraordinario haz de relaciones por cuyo medio uno va, asimismo permite desplazarse de un sitio a otro y él mismo también se desplaza). Podría perfectamente describir, por el haz de relaciones que permite definirlas, las ubicaciones de detención provisional en que consisten los cafés, los cinematógrafos, las playas. De igual modo podrían definirse, por su red de relaciones, los lugares de descanso, clausurados o semiclausurados, en que consisten la casa, el cuarto, el lecho, etc. Pero lo que me interesa son, entre todas esas ubicaciones, justamente aquellas que tienen la curiosa propiedad de ponerse en relación con todas las demás ubicaciones, pero de un modo tal que suspenden, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que se hallan por su medio señaladas, reflejadas o manifestadas. Estos espacios, de algún modo, están en relación con el resto, que contradicen no obstante las demás ubicaciones, y son principalmente de dos clases.


Heterotopías


Tenemos en primer término las utopías. Las utopías son los lugares sin espacio real. Son los espacios que entablan con el espacio real una relación general de analogía directa o inversa. Se trata de la misma sociedad en su perfección máxima o la negación de la sociedad, pero, de todas suertes, utopías con espacios que son fundamental y esencialmente irreales.
Hay de igual modo, y probablemente en toda cultura, en toda civilización, espacios reales, espacios efectivos, espacios delineados por la sociedad misma, y que son una especie de contraespacios, una especie de utopías efectivamente verificadas en las que los espacios reales, todos los demás espacios reales que pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización. A tales espacios, puesto que son completamente distintos de todos los espacios de los que son reflejo y alusión, los denominaré, por oposición a las utopías, heterotopías: y tengo para mí que entre las utopías y esos espacios enteramente contrarios, las heterotopías, cabría a no dudar una especie de experiencia mixta, mítica, que vendría representada por el espejo. El espejo, a fin de cuentas, es una utopía, pues se trata del espacio vacío de espacio. En el espejo me veo allí donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente tras la superficie, estoy allí, allí donde no estoy, una especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me permite mirarme donde no está más que mi ausencia: utopía del espejo. pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo tiene una existencia real, y en la que produce, en el lugar que ocupo, una especie de efecto de rechazo: como consecuencia del espejo me descubro ausente del lugar porque me contemplo allí. Como consecuencia de esa mirada que de algún modo se dirige a mí, desde el fondo de este espacio virtual en que consiste el otro lado del cristal, me vuelvo hacia mi persona y vuelvo mis ojos sobre mí mismo y tomo cuerpo allí donde estoy; el espejo opera como una heterotopía en el sentido de que devuelve el lugar que ocupa justo en el instante en que me miro en el cristal, a un tiempo absolutamente real, en relación con el espacio ambiente, y absolutamente irreal, porque resulta forzoso, para aparecer reflejado, comparecer ante ese punto virtual que está allí.
En cuanto a las heterotopías propiamente dichas, ¿cómo podríamos definirlas, en qué consisten? Podríamos suponer no tanto una ciencia, un concepto tan prostituido en este tiempo, como una especie de descripción sistemática que tendría como objeto, en una sociedad dada, el estudio, el análisis, la descripción, la «interpretación», como gusta decirse ahora, de esos espacios diferentes, de esos otros espacios, una suerte de contestación a un tiempo mítica y real del espacio en que vivimos: descripción que podríamos llamar la heterotopología. He aquí una constante de todo grupo humano. Pero las heterotopias adoptan formas muy variadas y acaso no encontremos una sola forma de heterotopía que sea absolutamente universal. no obstante, podemos clasificarlas en dos grandes tipos.
En las sociedades “primitivas” se da una cierta clase de heterotopías que podríamos denominar heterotopias de crisis, es decir, que hay lugares aforados, o sagrados o vedados, reservados a los individuos que se encuentran en relación con la sociedad, y en el medio humano en cuyo seno viven, en crisis a saber: los adolescentes, las menstruantes, las embarazadas, los ancianos, etc.
En nuestra sociedad, este tipo de heterotopias de crisis van camino de desaparecer, aunque todavía es posible hallar algunos vestigios. Sin ir más lejos, la escuela, en su forma decimonónica, el servicio militar, en el caso de los jóvenes, han tenido tal función, las primeras manifestaciones de la sexualidad masculina debían verificarse por fuerza «fuera» del ámbito familiar. En el caso de las muchachas, hasta mediados del siglo xx, imperaba la costumbre del «viaje de bodas»: es una cuestión antiquísima. La pérdida de la flor, en el caso de las muchachas, tenía que producirse en «tierra de nadie» y, a tales efectos, el tren, el hotel, representaba justamente esa «tierra de nadie», esta heterotopía sin referencias geográficas.
Más estas heterotopías de crisis en la actualidad están desapareciendo y están siendo reemplazadas, me parece, por heterotopías que cabría llamar de desviación, es decir: aquellas que reciben a individuos cuyo comportamiento es considerado desviado en relación con el medio o con la norma social. Es el caso de las residencias, las clínicas psiquiátricas; es también el caso de las prisiones y también de los asilos, que se encuentran de algún modo entre las heterotopías de crisis y las heterotopías de desviación, pues, a fin de cuentas, la vejez es una crisis, y al mismo tiempo una desviación, porque en nuestra sociedad, en la que el tiempo libre es normativizado, la ociosidad supone una especie de desviación.
El segundo principio de esta sistemática de las heterotopías consiste en que, en el decurso de su historia, una sociedad suele asignar funciones muy distintas a una misma heterotopía vigente; de hecho, cada heterotopía tiene una función concreta y determinada dentro de una sociedad dada, e idéntica heterotopía puede, según la sincronía del medio cultural, tener una u otra función.
Pondría como ejemplo la sorprendente heterotopía del cementerio. El cementerio constituye un espacio respecto de las espacios comunes, es un espacio que está no obstante en relación con el conjunto de todos los espacios de la ciudad o de la sociedad o del pueblo, ya que cada persona, cada familia tiene a sus ascendientes en el cementerio. En la cultura occidental, el cementerio ha existido casi siempre. Pero ha sufrido cambios de consideración. Hasta finales del siglo xviii, el cementerio estaba situado en el centro mismo de la ciudad, en los aledaños de la iglesia, con una disposición jerárquica múltiple. Allí se encuentra el pudridero en el que los cadáveres terminan por despojarse de sus últimas briznas de individualidad, sepulturas individuales y sepulturas en el interior de la iglesia. Tales sepulturas eran de dos clases, a saber: lápidas con una inscripción o mausoleos con una estatuaria. Tal cementerio, que se situaba en el espacio sagrado de la iglesia, ha tomado en las civilizaciones modernas un cariz muy distinto y es, sorprendentemente, en la época en la que la civilización se torna, como suele decirse groseramente, «atea», cuando la cultura occidental ha inaugurado lo que conocemos como el culto a los difuntos.
Aunque bien mirado, es perfectamente natural que en la época en la que se creía efectivamente en la resurrección de la carne y en la inmortalidad del alma no se prestara a los restos mortales demasiada importancia. Por el contrario, desde el momento en que la fe en el alma, en la resurrección de la carne declina, los restos mortales cobran mayor consideración, pues, a la postre, son las únicas huellas de nuestra existencia entre los vivos y entre los difuntos.
Sea como fuere, no es sino a partir del siglo xix cuando cada persona tiene derecho al nicho y a su propia podredumbre: pero, por otro lado, sólo a partir del siglo xix es cuando se comienza a instalar los cementerios en la periferia de las ciudades. Parejamente a esta individualización de la muerte y a la apropiación burguesa del cementerio, surge la consideración obsesiva de la muerte como «enfermedad». Los muertos son los que contagian las enfermedades a los vivos y es la presencia y la cercanía de los difuntos pared con pared con las viviendas, la iglesia, en medio de la calle, esta proximidad de la muerte es la que propaga la misma muerte. Esta gran cuestión de la enfermedad propagada por el contagio de los cementerios persiste desde finales del siglo xviii, siendo a lo largo del siglo xix cuando se comienzan a trasladar los cementerios a las afueras. Los cementerios no constituyen tampoco el viento sagrado e inmortal de la ciudad, sino la «otra ciudad», en la que cada familia tiene su última morada.
Tercer principio. La heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un único lugar real distintos espacios, varias ubicaciones que se excluyen entre sí. Así, el teatro hace suceder sobre el rectángulo del escenario toda una serie de lugares ajenos entre sí; así, el cine no es sino una particular sala rectangular en cuyo fondo, sobre una pantalla de dos dimensiones, vemos proyectarse un espacio de tres dimensiones; pero, quizás, el ejemplo más antiguo de este tipo de heterotopías, en forma de ubicaciones contradictorias, viene representado quizás por el jardín. No podemos pasar por alto que el jardín, sorprendente creación ya milenaria, tiene en Oriente significaciones harto profundas y como superpuestas. El jardín tradicional de los persas consistía en un espacio sagrado que debía reunir en su interior rectangular las cuatro partes que simbolizan las cuatro partes del mundo, con un espacio más sagrado todavía que los demás a guisa de punto central, el ombligo del mundo en este medio (ahí se situaban el pilón y el surtidor); y toda la vegetación del jardín debía distribuirse en este espacio, en esta especie de microcosmos. En cuanto a las alfombras, eran, al principio, reproducciones de jardines. El jardín es una alfombra en la que el mundo entero alcanza su perfección simbólica y la alfombra es una especie de jardín portátil. El jardín es la más minúscula porción del mundo y además la totalidad del mundo. El jardín es, desde la más remota Antigüedad, una especie de heterotopía feliz y universalizadora (de ahí nuestros parques zoológicos).


Heterocronías


Cuarto principio. Las heterotropías están ligadas, muy frecuentemente, con las distribuciones temporales, es decir, abren lo que podríamos llamar, por pura simetría, las heterocronías: la heterotopía despliega todo su efecto una vez que los hombres han roto absolutamente con el tiempo tradicional: así vemos que el cementerio es un lugar heterotópico en grado sumo, ya que el cementerio se inicia con una rara heterocronía que es, para la persona, la pérdida de la vida, y esta cuasieternidad en la que no para de disolverse y eclipsarse.
De un modo general, en una sociedad como ésta, heterotopía y heterocronía se organizan y se ordenan de una forma relativamente compleja. Hay, en primer término, heterotopías del tiempo que se acumula hasta el infinito, por ejemplo, los museos, las bibliotecas; museos y bibliotecas son heterotopías en las que el tiempo no cesa de amontonarse y posarse hasta su misma cima, cuando hasta el siglo xvii, hasta finales del siglo xvii incluso, los museos y las bibliotecas constituían la expresión de una elección particular. Por el contrario, la idea de acumularlo todo, la idea de formar una especie de archivo, el propósito de encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas, todos los gustos, la idea de habilitar un lugar con todos los tiempos que está él mismo fuera de tiempo, y libre de su daga, el proyecto de organizar de este modo una especie de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar inmóvil es propio de nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son heterotopías propias de la cultura occidental del siglo xix.
Frente a esas heterotopías, que están ligadas a la acumulación del tiempo, hay heterotopías que están ligadas, por el contrario, al tiempo en su forma más fútil, más efímera, más quebradiza, bajo la forma de fiesta. Tampoco se trata de heterotopías permanentes, sino completamente crónicas. Tal es el caso de las ferias, esos magníficos emplazamientos vacíos al borde de las ciudades, que se pueblan, una o dos veces por año, de barracas, de puestos, de un sinfín de artículos, de luchadores, de mujeres-serpientes, de decidoras de la buenaventura. Incluso muy recientemente, se ha inventado una nueva heterotopía crónica, a saber, las ciudades de vacaciones; esas ciudades polinesias que ofrecen tres semanas de una desnudez primitiva y eterna a los habitantes urbanos; y puede verse además que, en estas dos formas de heterotopía, se reúnen la de la fiesta y la de la eternidad del tiempo que se acumula; las chozas de Djerba están en cierto sentido emparentadas con las bibliotecas y los museos, pues, reencontrando la vida polinesia, se suprime el tiempo, pero también se encuentra el tiempo, es toda la historia de la humanidad la que se remonta hasta su origen como una suerte de gran sabiduría inmediata.
Quinto principio. Las heterotopías constituyen siempre un sistema de apertura y cierre que, al tiempo, las aísla y las hace penetrables. Por regla general, no se accede a un espacio heterópico así como así. O bien se halla uno obligado, caso de la trinchera, de la prisión, o bien hay que someterse a ritos o purificaciones. No se puede acceder sin una determinada autorización y una vez que se han cumplido un determinado número de actos. Además, hay heterotopías incluso que están completamente consagradas a tales rituales de purificación, purificación medio religiosa medio higiénica como los hammas de los musulmanes, o bien purificación nítidamente higiénica como las saunas escandinavas.
Por el contrario, hay otras que parecen puras y simples aperturas, pero que, por regla general, esconden exclusiones, muy particulares: cualquier persona puede penetrar en ese espacio heterotópico, pero, a decir verdad, no es más que una quimera: uno cree entrar y está, por el mismo hecho de entrar, excluido. Pienso, por ejemplo, en esas inmensas estancias de Brasil o, en general, de Sudamérica. La puerta de entrada no da a la pieza donde vive la familia y toda persona que pasa, todo visitante puede perfectamente cruzar el umbral, entrar en la casa y pernoctar. Ahora bien, tales dependencias están dispuestas de tal modo que el huésped que pasa no puede acceder nunca al seno de la familia, no es más que un visitante, en ningún momento es un verdadero huésped. De esta clase de heterotopía, que ha desaparecido en la práctica en nuestra civilización, pueden acaso advertirse vestigios en los conocidos moteles americanos, a los que se llega con el automóvil y la querida y en los que la sexualidad ilícita está al mismo tiempo completamente a cubierto y completamente escondida, en un lugar aparte, sin estar sin embargo a la vista.
En fin, la última singularidad de las heterotopías consiste en que, en relación con los demás espacios, tienen una función, la cual opera entre dos polos opuestos. O bien desempeñan el papel de erigir un espacio ilusorio que denuncia como más ilusorio todavía el espacio real, todos los lugares en los que la vida humana se desarrolla. Quizás es ese el papel que desempeñaron durante tanto tiempo los antiguos prostíbulos, hoy desaparecidos. O bien, por el contrario, erigen un espacio distinto, otro espacio real, tan perfecto, tan exacto y tan ordenado como anárquico, revuelto y patas arriba es el nuestro. Ésa sería la heterotopía no tanto ilusoria como compensatoria y no dejo de preguntarme si no es de algún modo ése el papel que desempeñan algunas colonias.
En determinados supuestos han desempeñado, en el plano de la organización general del espacio terrestre, el papel de la heterotopía. Pienso por ejemplo en el papel de la primera ola de colonización, en el siglo xvii, en esas sociedades puritanas que los ingleses fundaron en América, lugares de perfección suma.
Pienso también en esas extraordinarias reducciones jesuitas de América del Sur: colonias maravillosas, absolutamente reguladas, en las que la perfección humana era un hecho. Los jesuitas del Paraguay habían establecido reducciones en las que la existencia estaba regulada en todos y cada uno de sus aspectos. La población estaba ordenada conforme a una disposición rigurosa en derredor de una plaza central al fondo de la cual se levantaba la iglesia: a un lado, la escuela, al otro, el cementerio y, detrás, enfrente de la iglesia, se abría una calle en la que confluía perpendicularmente otra; cada familia tenía su cabaña a lo largo de esos dos ejes, y de este modo se reproducía exactamente el símbolo de la Cruz. La Cristiandad señalaba de este modo con su símbolo fundamental el espacio y la geografía del mundo americano.
La vida cotidiana de las personas estaba regulada menos a golpe de sirenas que de campanas. Toda la comunidad tenía fijado el descanso y el inicio del trabajo a la misma hora: la comida al mediodía y a las cinco; luego se acostaban y a la medianoche era la hora del llamado descanso conyugal, esto es, nada más sonar la campana del convento, todos y cada uno debían cumplir con su débito.
Prostíbulos y colonias son dos clases extremas de la heterotopía y si se para mientes, después de todo, en que la nave es un espacio flotante del espacio, un espacio sin espacio, con vida propia, cerrado sobre sí mismo y al tiempo abandonado a la mar infinita y que, de puerto en puerto, de derrota en derrota, de prostíbulo en prostíbulo, se dirige hacia las colonias buscando las riquezas que éstas atesoran, puede comprenderse la razón por la que la nave ha sido para nuestra civilización, desde el siglo xvi hasta hoy, al tiempo, no sólo, por supuesto, el mayor medio de desarrollo económico (no hablo de eso ahora), sino el mayor reservorio de imaginación. La nave constituye la heterotopía por excelencia. En las civilizaciones de tierra adentro, los sueños se agotan, el espionaje sustituye a la aventura y la policía a los piratas.


martes, 6 de diciembre de 2011

Eyal Weizman (1970): The Architecture of Occupation (conferencia, 2007)

Este curso, no se incluyen resúmenes de las clases, ya que el contenido básico de éstas ya se encuentra en resúmenes publicados en los dos cursos anteriores, y se encuentran disponibles en este blog.

Se intenta, por el contrario, proponer un material adicional que quizá interese y pueda ser de utilidad no necesariamente en la asignatura de la asignatura de Estética.

En este caso, se ofrece una conferencia del arquitecto y cineasta israelí Eyal Weizman sobre cómo la arquitectura puede ser un arma de dominio (territorial).

Se recomienda, si se hallara, el cortometraje documental de Luc Delahaye y Eyal Weizman: The Space of this Room is Your Interpretation (2011)


Eyal Weizman, 'The Architecture of Occupation' (Presentation of ‘Hollow Land’) from GSA on Vimeo.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Martin Crimp (1956): The City (La ciudad - La ciutat) (2010)


"La Ciutat", a la Sala Beckett from El Pla B de BTV on Vimeo.


(Lectura del dietario de Clair por parte de su marido, real o imaginario, Chris):

"Cuando era joven- más joven que hoy- cuando era otra persona, diríamos -distinta de la persona que ha escrito eso hoy-, y antes de que me ganara la vida como traductora -encontrando un refugio como decía un escritor "como un alcohólico se refugia en el alcohol"-, antes que eso creía realmente que había une ciudad interior en mí -una ciudad inmensa y variada, llena de plazas arboladas, de tiendas y de iglesias, de calles secretas, de puertas escondidas que conducían a escaleras que ascendían hasta habitaciones llenas de luz dónde las ventanas estarían moteadas por gotas de agua, y donde en cada gota de lluvia se vería la ciudad entera, al revés. Habría zonas industriales donde los trenes aéreos desfilarían ante las ventanas de las fábricas y de los centros de congreso. Habría escuelas donde, cuando la circulación de los coches se ralentizaría, se podría escuchar a los niños jugar. Las estaciones en la ciudad serían diferentes: cálidas noches de estío donde cada uno dormiría con la ventana abierta, o bien quedaría sentado en el balcón en ropa interior, bebiendo una cerveza de la nevera -y en invierno, las mañanas heladas cuando la nieve se hubiera instalado en los patios de los inmuebles y se mostraría la nieve en la tele y que la nieve en la tele sería la misma nieve que en la calle, echada a un lado para dejar paso a los habitantes camino del trabajo. Y estaba convencida que en esta ciudad, mi ciudad, encontraría una fuente inextinguible de personajes y de historias que alimentarían mi trabajo de escritora. Estaba convencida que para ser un escritor me bastaría con viajar hasta esta ciudad -está dentro de mí- y anotar lo que descubriría.
Sabía que sería difícil llegar hasta esa ciudad. No sería como tomar el avión hacia Marrakech, por ejemplo, o a Lisboa. Sabía que el viaje podría durar  días o incluso años. Pero sabía que si lograba encontrar esa ciudad, y si era capaz de describir esta vida, las historias y los personajes de la vida, entonces yo misma - es lo que me imaginaba- podría volverme viva. Y he acabado por llegar a mi ciudad. Si. Oh, si. Pero cuando la he alcanzado he descubierto que había sido destruida. Las casas habían sido destruidas, al igual que las tiendas. Los minaretes yacían en el suelo al lado de las flechas de las iglesias. Los pocos balcones que se podían contar estaban aplastados contra la acera. No había niños en las áreas de juego, solo marcas de color. Buscaba habitantes para escribir sobre ellos pero no había habitantes, solo polvo. Buscaba a gente que se aferrara aun a la vida -¡qué historias podrían contar!- pero incluso aquí -en las tuberías, el subsuelo -en el sistema del metro subterráneo- no había nada -ni nadie- tan solo polvo. Y este polvo gris, como la ceniza de un cigarrillo, era tan fino que había penetrado en mi pluma e impedido que la tinta llegara hasta la hoja. ¿Eso era lo que realmente había en mi? Empecé llorando pero acabé dominándome y luego durante un momento traté de inventar. Inventé personajes y los he situado en mi ciudad. (...) Era una verdadera lucha. Pero no se animaban. Vivían un poco -pero solo como un pájaro torturado por un gato puede vivir en una caja de zapatos. Me costaba hacerles hablar normalmente -y sus historias se hundían a medida que las contaba. A veces los disfrazaba como disfrazaba a mis muñecas cuando era una niña. Les ponía vestidos raros pero luego tenía vergüenza. Y cuando me miraban, me miraban con un aspecto -como se lee en los libros -"acusador".
Entonces abandoné mi ciudad. No era una escritora -eso al menos estaba claro. Querría decir cómo el descubrimiento de mi propia vacuidad me entristeció, pero la verdad es que escribiendo eso no siento nada, salvo que me saco un peso de encima".

Fue entonces cuando Chris, el marido de Clair, le preguntó, ahíto, si él también era un personaje que había sido creado por ella.

Ciudad, de Martin Crimp, se representa en varios teatros europeos, entre esos la Sala Beckett, de Barcelona, en un montaje, y con actuaciones, admirables.
Quizá la mejor obra de teatro que se pueda ver hoy.
La mejor reflexión sobre la ciudad moderna.

Eso es lo que tendríamos que enseñar en las escuelas de arquitectura. O quizá no. Eso no se enseña. Se descubre. Demasiado tarde.


Apresúrense en verla. Antes de proyectar -o de soñar proyectar- nada.